martes, 15 de febrero de 2022

Una política infantilizada

Muy probablemente vivamos en una paradoja. Los jóvenes de varios países hablan tanto de política que hasta hacen memes. Estos no solo se aprovechan de los políticos y de sus meteduras de pata, sino hasta de las propias ideologías. Así, se crea una imagen de que el pensamiento político se está amplificando, tanto entre los adultos más mayores como entre los jóvenes. 

Entonces, ¿por qué hablamos de paradoja? Pues bien, esta comienza cuando vemos que los jóvenes que sí votan son menos de la mitad de ellos. Es decir, los “viejos” acaban por elegir a aquellos que legislan, a los que gobiernan. Por lo tanto, los jóvenes, pese a que estén hablando del tema en las redes sociales, apenas influyen en los resultados de las elecciones. 

En varios países se repite el mismo singular acontecimiento: los jóvenes no quieren votar. Este suceso se da incluso en los países occidentales —con una mayor tradición democrática—, que tienen situaciones políticas más o menos apasionadas, con movimientos sociales e ideológicos, donde se sufren las denominadas «cancelaciones» de todo tipo y los «discursos polarizantes» están en boga, en los que se trazan fronteras que dividen a los “buenos” de los “malos”. A causa de esta paradoja se ha ido formando una visión parcial de lo que ocurre, ciertamente virtual, puesto que esta se da más en las pantallas que en las calles o congresos, donde hay interminables debates vacíos y se intercambian memes y zascas. Fundamentalmente, la Política se ha rebajado en una bronca de patio de colegio, con sus gritos, faltas de respeto y razón. Tristemente, la política se ha infantilizado. 

Cabe destacar que, la infantilización de la política no es algo que ha surgido en nuestros días, sino que empezó hace varias décadas atrás. Desde la popularización de la televisión en la segunda mitad del siglo XX y su uso en la propaganda política, hemos visto cómo las propuestas, los debates y el trato entre los diferentes actores se han traducido de ser formales y razonables a ser vulgares y pueriles. Todo esto se ha acrecentado con el uso de internet, más concretamente de las redes sociales. Claros ejemplos son los debates entre candidatos o parlamentarios, donde predomina el griterío y los alaridos, cual peleas barriobajeras. Y, en este “espectáculo” los usuarios de internet e influencers se unen, pues solo importa la humillación del contrario. De aquí, saldrá lo que tanto ansía el público: entretenimiento. Porque, al ser espectador de este bochornoso cuadro, el ciudadano común se sentirá un ganador, cual aficionado a su equipo de fútbol.

Por otro lado, también se ha ido viendo un curioso fenómeno, un «activismo» obsesionado con un cambio de la ficción, ya sea de películas, series, cómics, etc., cualquier medio para estas mentes infantilizadas. Es decir, adquiere una mayor relevancia sustituir “X” o a “Y” personajes y/o parte de la trama que solucionar los verdaderos problemas, o bien acceso a agua potable o medicamentos asequibles, o bien problemas de justicia económica o social entre otros. Esto se debe a que estos problemas realmente requieren de soluciones tangibles y que estén bien estudiadas, las cuales no pueden ajustarse a las inquietudes de los líderes infantilizados. Vamos, que no puede solventarse diciendo: «Hay que destruir a ese ser “X” malo. Si ganamos, prosperaremos y las dificultades desaparecerán». Pues, no es así, porque los problemas tienen que confrontarse con acciones reales. En cambio, para los conflictos de la ficción, bastaría con «hacer ruido» y aguardar a que la industria de entretenimiento satisfaga nuestras demandas. Así, la gente cree no ya que está cambiando el mundo, sino hasta «revolucionándolo». 

Ciertamente, en reiteradas ocasiones, los propios análisis académicos —no digamos ya los medios de comunicación— fallan en evitar esta deplorable corriente; puesto que, ansían de nuestra atención en sus artículos o noticias, engendrando torrentes de opiniones banales sin apenas criterio o raciocinio. Lo que sí generan es ese «ruido», en el que se crean nuevos conceptos o palabras mágicas que no contribuyen a un mejor entendimiento, distorsionando la visión de la realidad. Ejemplos claros son «generación de cristal» u «ofendiditos». Repites esas u otras palabras mágicas para echar balones fuera en un debate y, ¡listo!, tu oponente —aunque intente rebatirte con datos o razonamientos lógicos— habrá perdido, pues tu «¡zasca!» le habrá dejado atónito unos breves pero decisivos segundos, los suficientes como para hacer ver a tus seguidores que eres mejor que él. Esto es lo que realmente vende: el conflicto. Basta con que haya una disputa, aun siendo tan absurda como una palabra mal pronunciada, una forma de vestir o unas declaraciones evidentes —aunque, para algunos, polémicas—, que se crearán debates o análisis de opinión, generando la sensación de que ocurre algo y, consecuentemente, el espectador creerá que está viendo y comentando sobre algo de que vale la pena. Es irónico, porque cuando de verdad ese algo es trascendente, el político de turno hará cualquier cosa con tal de ignorarlo o echarle la culpa a su rival, para desviar la atención del público sobre ese algo que realmente les afecta. 

Con respecto a la política, han surgido unas «pseudoteorías» sociales y económicas de diversos espectros. Diversas corrientes, como marxismo, liberalismo, comunismo, capitalismo…, se están popularizando a través de memes o esquemas extremadamente simplistas, que incluso llegan a estar errados. He aquí el problema de las redes sociales en el ámbito educativo, pues se pretende aprender a la manera de estas: inmediatez e infantilización —simplicidad de contenidos. En las redes sociales lo principal es ya no saber, sino parecer que entendemos, para así lograr el visto bueno de esa persona que verdaderamente domina sobre el tema. Como consecuencia, se están creando dos grupos nuevos de personas: los que aparentan tener cierta ideología política y otros que, sin fingirla, poseen pseudoteorías —implicando no que sean falsas, sino que no las han estudiado realmente. Esto explica por qué es tan habitual ver a muchos que no acaban por comprender los límites de lo que protegen y concluyan que su ideología es la verdadera solución a los problemas. ¿Por qué molestarse en comprobar que lo que ha dicho el político de turno es cierto, si con sentirse atacado uno mismo o el colectivo al que representa es más que suficiente para descreditarle y sacar rédito de ello? Así se explica fácilmente por qué las “lapidaciones mediáticas” ya no solo afectan a aquellos que cometen actos dañinos o prohibidos, sino también por seguir otra corriente ideológica. Mas, ¿cómo podemos aceptar que un país desarrollado que la forma de persuadir a los demás sobre algo sea mediante el miedo a la agresión por no aceptarlo? Es inaudito. Sin embargo, para aquellos que moran en las pseudoteorías, las persona que dudan o no creen en lo mismo que estos, no es que sean escépticos o deseen aprender, sino que son enemigos de la «verdad» y deberán aceptarla sin miramientos o ser erradicados por el bien de la sociedad. Así, es imposible convencer a nadie de nada. 

Como se te ocurra tratar alguno de los temas polémicos, como racismo, inmigración, privilegios, conservadurismo, nacionalismo, pobreza, impuestos, tradiciones, familia, ecologismo, entre muchos otros (¿cuál no lo es?), podrías provocar fuertes discusiones o hasta que te “cancelasen”, tan solo por preguntar o pretender hablar algo sobre el asunto, aun incluso estando de acuerdo con tus interlocutores. Pero, entonces, si no se puede aprender, ¿solo puede repetir lo que ellos dicen? Parece que es así, porque todo lo que les desencadene (trigger) una réplica irritante es un tema tabú, que no debe ser nombrado. Uno puede deducir que, ante este infantil panorama, sería prácticamente improbable que dos personas de ideas diferentes puedan querer el mismo fin, ¿verdad? «Como mi oponente no sigue mi ideología, entonces él no es un aliado, sino un enemigo al que aniquilar». 

Hemos llegado a un punto en el que estamos negando la obvia realidad: el mundo está lleno de grises y de preguntas más que de respuestas. Esta negación engendrará más personas infantiles, inútiles de formar juicios razonados o de pensar por sí mismas. Estas no podrán siquiera llegarse a plantear si una persona que hizo algo malo lo hizo porque su motivación también era mala y objetivo final también lo era. Simplemente, repetirán el mantra de su corriente y que cualquiera que cuestione lo que dijo el líder será un adversario a abatir. Esto crea un moralismo rancio muy peligroso para la sociedad. Por culpa de esta tendencia se fragmenta la población en buenos y malos —suceso amplificado en redes sociales. Mucha gente, de una u otra ideología, ha declarado que siente son más cautos que antes a la hora de abrir la boca, pues temen que lo que digan les acarree terribles consecuencias. Autocensura por miedo a la cancelación. A ese patético punto hemos llegado. Qué más da que lo que dijiste estuviera bien dicho y justificado, si al final esta supuesta moralidad aplastará las opiniones que se salgan del camino de la corriente predominante, pues no hay una auténtica ética razonada ni lógica que sustenten dicha moralidad. Y, todo ello es porque la gente teme. Sí, se asustan de lo que es ofensivo; pero, es que, en verdad, la realidad es ofensiva, hasta blasfema en ciertas ocasiones.  

¿Sabéis lo que realmente debería parecernos ofensivo? Ocultar cómo es la realidad para no «herir sensibilidades», llegando a simplificarla tanto como si fuera un cuento para niños con final feliz, en el que no hay que analizar la historia, solo escuchar al narrador contarla. Un niño pequeño que no sabe leer por lo que necesita a su papá. En resumen, un «papá líder», un «gobierno paternalista» que les diga a los ciudadanos lo que es bueno y lo que es malo, porque ellos carecen de las capacidades intelectuales básicas para discernirlo por sus propios medios. Lo que demuestra que la educación y el aprendizaje de estas personas ha sido muy deficiente. Así, se explicaría en parte que muchos líderes políticos y sociales se comportasen como padres de esa gran masa de niños ignorantes, esa a la que hay que decirles en todo momento lo que tienen que hacer y lo que no —en principio, por su propio bien—, para que, al final, como se han portado bien, reciban un “premio” de algún tipo. 

Retomando el tema de la votación entre los jóvenes (que nos hemos desviado un poco), por supuesto que existen países en los que, además de los más mayores de edad, los jóvenes votan en masa. Efectivamente, son aquellos estados donde hay una gran cultura de democracia participativa, a pesar de que también tengan sus protestas, manifestaciones y otras formas de activismo; pues, el voto es para ellos uno de sus derechos más valiosos. Los votos son una de las mejores formas de expresar la voluntad popular y, si tanto los ansían los políticos para gobernar, es que en verdad debe merecer la pena ejercer ese derecho de una manera correcta, razonada y justa. 

No nos traguemos el anzuelo ese de que la política son asuntos tediosos que se hablan exclusivamente en el congreso o senado, por personas en traje y corbata que tratan los enrevesados temas que afectan al populacho, el cual, como ignorante que es, debe ser dirigido por su propio bien cual ganado hacia su corral. Todos formamos parte de la sociedad y, como ciudadanos de esta, debemos participar activamente en ella para mejorarla en lo posible.

Para finalizar, tenemos que tener en mente que, tanto los más jóvenes como los más mayores no tienen que quedarse solo en el «activismo de sofá», por muy cómodo que sea, no es más que una evasión de nuestras verdaderas obligaciones como ciudadanos, que nos hace creer que estamos cambiando el mundo, mas así somos meros miembros de la audiencia. La «política del ciudadano» significa manifestarse contra las injusticias cometidas por las autoridades contra las libertades y derechos fundamentales, reclamar junto a los vecinos los desperfectos de y abandonos de nuestros barrios, educarse y aprender para no ser manipulados por otros con motivos ocultos y, por supuesto, votar. 


 

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