miércoles, 31 de marzo de 2021

Aceptación del papel de la soledad en nuestras vidas

La soledad puede ser para algunos detestable; mientras que, para otros, un refugio donde encontrar a sí mismo. Cada uno es feliz a su manera. En efecto, uno puede sentirse a gusto consigo mismo y, por el contrario, estar en compañía de gente y sentirse solo. En consecuencia, ser solitario o introvertido no debería tener una connotación negativa, así como tampoco la tienen las personas extrovertidas.

    Naturalmente, todos nos podemos llegar a sentir solos a veces. Por ejemplo, cuando nadie se sienta a nuestro lado en el comedor escolar o del trabajo, al mudarnos a otra ciudad o durante los días festivos si los demás están ocupados.

    No obstante, en las últimas décadas este sentimiento de soledad ocasional se ha vuelto crónico para millones de personas. ¿Cómo es posible que, en la época más conectada de la Historia humana, un alto porcentaje de gente se sientan aisladas? ¿Cómo es que la gente tiene una gran necesidad de comunicarse y de ser escuchada, evidenciando cuánta soledad les apresa? Esta soledad no es solo ausencia de compañía, sino también la incapacidad de conocer al otro. La gente es cada más vulnerable ante la falta de comunicación, de conocerse e interrelacionarse con los demás.

    Uno podría imaginarse que este sentimiento en los últimos meses se ha agudizado por los confinamientos como consecuencia de la situación sanitaria global; pero, gracias a Internet, redes sociales, videollamadas… no nos deberíamos sentir totalmente aislados. A pesar de no tener contacto físico directo con familiares, amigos o compañeros del trabajo, podemos seguir comunicándonos con ellos con relativa facilidad. No obstante, estos encuentros a distancia a través de una pantalla no parecen reducir esa soledad que sienten muchísimas personas. Y, no es que no tengan acceso a las nuevas tecnologías, sino porque sus necesidades sociales no están siendo atendidas adecuadamente y, por unas u otras circunstancias, les ha tocado una vida de soledad. Entonces, la pandemia no es el culpable principal de esta soledad crónica; simplemente, ha favorecido la visibilidad y el incremento del número de personas que la padecían con anterioridad.

    Antes de profundizar en el tema, debemos tener presente que «estar solo» no es lo mismo que «sentirse solo». Uno puede sentirse feliz cuando está solo y odiar tener gente alrededor. O bien, estar rodeado de gente y sentirse solo. La soledad es una experiencia individual subjetiva. Si uno se siente solo, está solo.

    Existe un estereotipo frecuente en el que solo sienten soledad quienes no saben cómo comunicarse o comportarse con otros. Sin embargo, aparentemente, para los adultos, no importan tanto las habilidades sociales en el caso de las relaciones. Puesto que, la soledad puede afectar a cualquiera. Ciertamente, da igual que se tenga dinero, fama, poder, belleza, habilidades sociales, carisma… ya que nada puede protegernos de una parte de nuestra propia biología.

    La soledad es una función corporal como el hambre o el sueño, que nos obliga a prestar atención a las necesidades físicas. En consecuencia, la soledad hace que nos ocupemos de las necesidades sociales. Éstas eran indicadores de las posibilidades de supervivencia del individuo en la naturaleza. La selección natural recompensaba a nuestros antepasados si colaboraban y establecían relaciones. Los humanos nos desarrollamos de tal forma para reconocer los sentimientos e ideas de nuestros congéneres y, así, conservar los lazos sociales. Se favoreció evolutivamente en nuestra biología el ser social. Es decir, si formabas parte de un grupo, sobrevivirías; si no, morirías. Ello significaba fundamentalmente que había que llevarse bien con los demás. La expulsión de un individuo por no encajar en el grupo era una temible amenaza. Para evitarlo, el cuerpo desarrolló el llamado «dolor social»: una adaptación evolutiva al rechazo, un sistema de detección precoz para cerciorarse que renunciábamos a los comportamientos que nos excluían. He aquí el motivo de que el rechazo duela y, consecuentemente, también la soledad.

    Estas formas de conexión en los grupos humanos funcionaron muy bien durante casi toda la historia humana, hasta que se empezó a crear un nuevo mundo.

    Se sabe que la soledad como enfermedad comenzó a finales del Renacimiento. La cultura occidental empezó a fijarse en el individuo. Los intelectuales se distanciaron del colectivismo de la Edad Media. Y durante la Revolución Industrial todo se incrementó con el abandono de pueblos y campos para trabajar en las fábricas y vivir en las ciudades.

    Actualmente, nos mudamos por trabajo, amor, formación o educación, renunciamos nuestra red social habitual y vamos conociendo a menos personas.

    La mayoría se topa por casualidad con la soledad crónica. Estamos tan ocupados con el trabajo, estudios y otras tareas y obligaciones que apenas tenemos tiempo suficiente para estar con los amigos. Y, encima, es difícil hacer amigos íntimos cuando somos adultos.

    Se ha estudiado que el estrés producido por la soledad crónica es tan perjudicial para la salud humana como la obesidad o el tabaquismo. Parece ser que, cuando nuestro cuerpo se encuentra en dicho estado, entra en modo autoconservación, es decir, se activan los mecanismos de defensa y se observa peligro y hostilidad por doquier. Esto se traduce en que una persona que sufra de soledad crónica desconfiará de los demás, sospechará siempre lo peor de ellos, y se volverá fría, antipática y centrado en sí misma. Irremediablemente, estas personas quedan atrapadas en un dañino círculo vicioso, donde unos sentimientos iniciales de aislamiento producirán angustia y tristeza y harán que solo nos percatemos en lo negativo de los demás. Ello promoverá más pensamientos oscuros sobre nosotros mismos y los demás. Al final, nos aislaremos aún más, rehuyendo del contacto social, para así poder escapar de esa negatividad. Sin embargo, correremos en un círculo cada vez más cerrado y del que es más difícil escapar.

    Este proceso es lento y gradual, inapreciable al principio; pero que, con el paso del tiempo, puede desencadenar en una depresión y estado mental terrible. ¿Qué se puede hacer para luchar contra ello? En primer lugar, sería bueno admitir que la soledad como tal es un sentimiento común y no algo de lo que sentir vergüenza. La soledad es una experiencia humana global, pues todos nos hemos sentido solos en algún momento de nuestras vidas.

    Por otra parte, deberíamos examinar la fuente del sentimiento, en si solo nos hemos atenido a lo negativo de las interacciones pasadas. Por ejemplo, ¿qué es lo que realmente se habló en esa conversación, lo que dijo nuestro interlocutor? ¿En verdad fue algo malo sobre nosotros o nos lo hemos imaginado? ¿Suponemos siempre lo peor sobre las intenciones de los demás? ¿Acaso sospechamos infundadamente que ellos no nos quieren cerca y, para eludir un supuesto desprecio, no nos atrevemos a abrirnos? Si las respuestas a estas y otras preguntas similares son afirmativas, ¿podríamos dar a los demás el beneficio de la duda? Es decir, que realmente es nuestra imaginación la que nos dice que ellos en nuestra contra y, en consecuencia, podemos dar un paso al frente, sincerarnos y confiar en los demás.

    Obviamente, cada persona es única, así como las situaciones que la han llevado a donde está. A lo mejor la reflexión no lo resuelve todo y, por lo tanto, se requiere de ayuda profesional. Mas no debería ser esto tomado como un signo de debilidad, sino de valor.

    Al llegar a este punto, si el lector no sufre de depresión o soledad crónica y, viendo en la sociedad en la que vivimos, tal vez se pregunte cómo es posible que alguien pueda sentirse aislado —pandemia aparte, claro— en una ciudad con tanta gente con la interactuar. ¿Irónico? Tal vez. Pero, permítame que le pregunte, durante estos meses pasados u hoy mismo, ¿cuántas veces ha deseado que alguien mirándole a los ojos le diga «todo va a ir bien», justo en los momentos más duros que ha vivido? No niegue su aflicción, yo no lo he hecho. Asumamos que reconocer nuestras emociones son el primer paso para orientarlas en la dirección correcta. No debemos dejarnos conquistar nuestros pensamientos solo por preocupaciones, aunque seamos nosotros mismos quienes las planteemos. Porque, si no, llegaremos al umbral del abismo y querremos lanzarnos a él. Al menos ahí, en ese vacío, no sería necesario creer, confiar o sentir. El supuesto abandono al que te han sometido es, en realidad, un aislamiento autoimpuesto por pura desesperación de la situación que vives.

    Es aquí donde algunos identifican el problema: la maldita soledad. Mas no aplican un tratamiento adecuado. Creen que huir de sí mismos, pasando tiempos con sus propios pensamientos y renegando de su conciencia, es lo apropiado, mas en verdad no recobrarán la felicidad previa. Esta gente califica las emociones como “buenas” o “malas” (estando en este segundo grupo la soledad) y no es acertado. La clave está en el análisis de esa soledad, su origen y qué hacer con ella.

    A pesar de todo, todavía hay gente que perciben a la soledad —no crónica— como un suplicio ubicuo e intemporal que nos lleva afectando desde el origen de nuestra especie. Por una parte, como se ha dicho, es cierto que la soledad es un mecanismo adaptativo de la evolución y que nos ha ayudado a sobrevivir como grupo. El desarrollo de vínculos afectivos profundos e íntimos con otros seres conscientes ha sido clave para el desarrollo de nuestras sociedades.

    En cambio, a mucha gente la soledad les sirve para mejorar sus propias habilidades y otros aspectos. Es un medio que libera su imaginación, incentiva su productividad, favorece su intimidad o espiritualidad. El valor que hay tras estar con nuestra propia conciencia es inmenso. Claros ejemplos de esto han sido los típicos genios incomprendidos, eminentes en sus campos científicos. Muchos de estos intelectuales no tildaban de maligna a la soledad, sino como una estupenda ocasión para desarrollarse como personas valiosas.

    Es en eso donde el ciudadano de a pie debería fijarse. En ciertos momentos, estar solo puede ayudarte a mejorar en algún ámbito que tenías abandonado. Y, ¿qué mejor ocasión hemos tenido —y estamos teniendo— con el confinamiento, al estar solos en nuestros hogares para descubrirnos y crecer como personas? Quiero pensar que, de esta terrible situación que nos está tocando vivir, estamos saliendo mejores.

    Por supuesto, no debemos olvidar en buscar el equilibrio entre unas buenas relaciones sociales y nuestro tiempo a solas, disfrutando de uno mismo. Porque, estar solo —que no sentirse solo, recordemos—, no debería ser vergonzoso, ya que es una parte inexorable de ser un humano inteligente y sensible.

    Y, ahora, cuando ya hemos aceptado que la soledad forma parte de nuestra compleja existencia, nos encontramos que debemos hacer frente a una elección entre honestidad y aceptación, y normalmente escogemos esta última. Me explico. Para no estar solos, tenemos que entablar unas relaciones con otros, que reconozcan nuestras ideas y opiniones, que confirmen lo que decimos. Sin embargo, en los rincones de nuestras mentes aguardan pensamientos que los demás podrían calificarlos de raros, extraños, contrarios o alarmantes. Ciertamente, es improbable que alguna vez encontremos a otra persona que esté en una sintonía perfecta con nosotros, pues somos el resultado de diferentes familias y experiencias. Sería insólito que dos personas tras, por ejemplo, ver una película pensaran lo mismo. Una de ellas querría decir algo grandilocuente de la trama o comentar las escenas tan preciosas a su parecer, mientras que la otra aludiría a algún detalle perturbador o intrascendente, o puede que estuviera recordando algún detalle de su vida doméstica. Por lo tanto, deberíamos desechar el mito romántico de la soledad y verla como el peaje a pagar para contrarrestar la complejidad de nuestras particulares mentes. Hay que tener en cuenta que, uno necesita energía y tiempo para escuchar y estar en concordancia con las experiencias y opiniones de otra persona, y viceversa. No hay que sentirse incómodo ni asustarse ante tal compromiso; pues, al final, los beneficios de las relaciones sociales lo compensan y, posteriormente, siempre tendrás tu tiempo de estar a solas.

    En resumen, si nuestras relaciones sociales no son de buena calidad, es decir, no hay un vínculo profundo e íntimo con otras personas, el resultado será la soledad. Esto tiene la consecuencia de que no nos sentiremos partícipes, útiles ni pertenezcamos a la sociedad, pues no nos sentiremos valorados. Independientemente de si se está o no solo, para no sentirse así, hay que desarrollar la parte íntima de las relaciones. Por lo tanto, para evitar padecer una soledad crónica (una crisis de salud pública olvidada, como tantas otras, por la situación sanitaria que vivimos), debemos tener en cuenta que, aunque hayamos creado un mundo de maravillas, ninguna es capaz de saciar o reemplazar nuestra necesidad biológica fundamental de estar conectados con nuestros semejantes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario