martes, 1 de septiembre de 2020

La deficiente democracia anticientífica actual

Gracias a los avances científicos y tecnológicos de los últimos tiempos nuestras poblaciones han podido desarrollarse hasta límites que en la Antigüedad ni siquiera se podían imaginar. No obstante, a pesar de que vivimos dependientes de esta ciencia, incluso adictos a las últimas novedades tecnológicas, vemos que hay una triste mayoría anticientífica que se ha ido extendido en todos los ámbitos de la sociedad.

En primer lugar, actualmente, nos asombra que los científicos, técnicos, ingenieros y demás expertos, que se han consagrado durante años a incrementar y optimizar el saber y conocimiento puedan ser ignorados o, incluso peor, menospreciados, vilipendiados por una gran parte de la población, por esa misma sociedad a la cual ayudan a desarrollar y crecer. Esa gente es una «masa» anticientífica, es un rebaño guiados por pastores de diversas creencias políticas y religiosas, pero de una bajeza intelectual similar. Ellos han dejado de lado la razón y el pensamiento crítico constructivo, pues afirman que sus opiniones son iguales (o superiores) a las de los demás (incluyendo a las de los científicos). Si un experto de un tema se ha equivocado en un razonamiento, es que todo lo demás que ha dicho y se ha comentado sobre esa cuestión está en entredicho y es mentira. ¿De verdad hay que recelar de todo ese campo de la ciencia, medicina o tecnología porque una de las hipótesis haya sido demostrada como falsa y haya que seguir investigando y haciendo estudios? Desgraciadamente, mucha gente opina así. Creen que todo es una conspiración, ya sea para restringir nuestras libertades individuales, para controlar nuestras mentes (mediante métodos y aparatos dignos de una buena película de ciencia ficción distópica), o para cualquier otro disparate que se les ocurra.

En segundo lugar, en las sociedades occidentales hay una máxima defendida por la mayoría: «Libertad y derechos». En efecto, la gente tiene derecho a saber, a conocer cómo funcionan las cosas y que se les respete sus opiniones e ideologías. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando los indoctos piden también defender su derecho al desconocimiento? Ellos se creen amparados bajo la falsa premisa de que la democracia implica que su incultura es tanto o más que el saber de los ilustrados.

Es ese «culto a la ignorancia» se ha visto acrecentado con la una mayor facilidad a la información. Ciertamente, resulta cuanto menos paradójico que, a pesar de vivir rodeados de conocimiento, haya una devoción hacia la incultura. Es precisamente por esa facilidad a la información (gracias sobre todo a Internet) que la gente se ha saturado con tantos datos disponibles. Ya solo toman aquello que les resulta familiar, entretenido, sencillo y que, especialmente, se encuentra bajo su mismo patrón y espectro ideológico.

Es posible que el lector sea reticente a estos comentarios y discrepe de las líneas hasta aquí escritas. Sin embargo, le sugiero que eche un vistazo a su alrededor, y observe en los diferentes medios de comunicación y en las redes sociales qué clases de pensamientos e ideas presentan sus conciudadanos. Podría sorprenderse de cómo su vecino, aquel que parecía una persona normal y sensata, se ha dejado llevar por las teorías conspiranoicas (algunas de lo más estrafalarias e incluso ridículas) de por qué estamos en esta situación.

Todo esto puede deberse a muchas causas. Por un lado, muchos de los ciudadanos de la actualidad no quieren hacerse responsables no ya de sus acciones, si no tan siquiera de sus opiniones; ya no temen a las consecuencias. ¿Qué tipo de personas podrían a llegar tan necias? Lamentablemente, se encuentran entre nosotros, son aquellos que creen que se rebelan contra el sistema, que «han abierto los ojos a la verdad». Ejemplo serían los antivacunas, negacionistas, conspiranoicos, defensores de la pseudociencia, creyentes del ocultismo, seguidores y gurús del New Age y de lo “alternativo”, fundamentalistas políticos y religiosos… ¿Qué habría que hacer con ellos? Tal vez, si requiriesen de las bondades de la medicina y el conocimiento moderno, tuvieran que costearlo con creces. ¿No? A lo mejor así, cuando se ven en la tesitura de perecer si reniegan de esa medicina y ciencia a la cual aborrecen, se les reclamase una buena cantidad económica y una plena admisión pública de su pensamiento anticientífico, meditarían seriamente antes de soltar sus opiniones a la ligera. Puede parecer muy grave, irrespetuoso e incluso que atente contra las libertades y derechos de las personas; pero, me temo que, o se hace algo con esta gente que no quiere razonar, que solo se informa de aquellas fuentes de su mismo sesgo, que no saben discernir sus opiniones de la verdad y la lógica, o se llegara a un día en que sean mayoría y aplasten cualquier conocimiento y ciencia que sean contrarias a sus visiones particulares de la realidad en la que vivimos.

Por otro lado, mucha gente ha puesto al mismo nivel el mencionado derecho a la incultura con el conocimiento. Porque, según ellos, están en su derecho de elegir no saber/enterarse apropiadamente de un tema. Opinan que en una democracia se deben escuchar todas las voces, aunque algunas sean erróneas o vayan contra toda lógica. Por ejemplo, no hay más que ver qué tipo de tertulianos hay en diversos programas de televisión, donde pueden argumentar sus ideas frente a verdaderos expertos en el tema en cuestión que se esté tratando en ese momento. Y eso es un problema. No hay que caer en el miedo de la censura y el límite de las libertades individuales. Darles voz a estos individuos y ponerles al mismo nivel que científicos y especialistas es peligroso. Esa gente debe ser combatida desde la razón y la lógica, con argumentos sólidos basados en evidencias científicas demostrables.

Entonces, según lo visto hasta ahora, ¿la democracia no funciona? Pues, sí y no, según cómo lo veamos. El sistema democrático actual otorga a cada ciudadano (cuando cumple la mayoría de edad) la capacidad de emitir su voto para elegir a sus gobernantes. Obviamente, estos ciudadanos deberían estar informados y con una madurez acorde para poder elegir una de las opciones políticas disponibles que les representen y beneficien. Tristemente, esto no se suele llevar a la práctica. Millones de votantes eligen a partidos políticos contrarios a sus propios intereses. Algunos eligen simplemente a aquel candidato no ya que les favorezca, sino que perjudique a sus compatriotas solo por el hecho de que no piensan y opinan como ellos. Entre estos votantes se encuentran muchas personas que dependen de las ayudas sociales para sobrevivir, y que votarán a los candidatos que quieren desbaratar el estado del bienestar de forma encubierta porque así se pagarán menos impuestos y vivirán mejor (según las promesas del candidato en cuestión). Estos ingenuos no verán que esas “reformas fiscales” servirán para grandes empresas y multimillonarios se ahorren considerables cantidades de dinero en sus aportaciones al erario público, del cual todos nos beneficiamos.

He aquí la falta de cultura, no solo política, sino en general (científica, literaria, filosófica…), la cual se refleja en los gobernantes. Efectivamente, en nuestra democracia aquellos que, por mayoría, han sido elegidos como representantes del pueblo, son los que tienen que gobernarlo lo mejor posible en beneficio de todos. Lamentablemente, nuestra democracia es “imperfecta y deficiente”, pues con cierta frecuencia, solo en campaña electoral los candidatos se comprometen con un programa político sin llegar a cumplirlo cuando llegan al poder.

¿De quién es la culpa que suceda esto? Se podría decir que es de las políticas y leyes educativas que se han ido llevado a cabo durante los diversos gobiernos. En parte es así. Fíjense en los políticos que hemos tenido y tenemos, ya sea que estén en el gobierno o en partidos de la oposición. No hay más que ver cómo han evolucionado los cargos públicos en su dialéctica, en su forma de dirigirse al pueblo y en cómo expresan sus ideas. Los políticos se han esforzado en su forma de hablar con el objetivo de evitar ofender a sus oyentes de baja cultura. Un candidato cultivado, versado en diversos temas y que proyecte la razón en sus discursos, será tachado de un pedante inteligente que se cree superior al pueblo llano. En consecuencia, los votantes elegirán siempre a aquel que les hable en un lenguaje sencillo, que ellos entiendan o incluso les haga sentir a ellos superiores a los demás. Esa falsa superioridad de moral e inteligencia es bastante peligrosa, pues refleja el «qué sabrás tú», «no entiendes nada», «deberías documentarte mejor», «es muy complicado de explicar para alguien como tú». Para esta gente, siempre y cuando leas y consultes las mismas fuentes que ellos y no muestres disconformidad con el pensamiento común, será todo maravilloso. Ahora, pobre de aquel que sea crítico con ellos, pues estarás atacando sus supuestos derechos y libertades, convirtiéndose en su enemigo; ya que, al estar en contra de sus ideas, serás un peligroso criminal en potencia que hay que perseguir hasta que les des la razón a esa iletrada mayoría o silenciado de una u otra forma.

Por otra parte, un político obviamente no es omnisciente y debe rodearse en muchas ocasiones de la gente apropiada y especialista en los temas que él no entiende. Así, muchas de sus decisiones estarían respaldadas con una base adecuada y, por lo tanto, la gente podría entender el motivo de su actuación e incluso aceptarlo (aunque fuera en ese momento contraria a su ideología), si es beneficiosa para para una gran mayoría de la población. Entonces, ¿por qué motivo algunos de estos cargos públicos no se dejan aconsejar por los comités de expertos y asesores especialistas en los pertinentes temas que les atañen? No hay más que ver cómo ha reaccionado la ciudadanía en los últimos tiempos, tanto con los políticos como con los científicos. Como resultado, un cargo público que se equivoque en alguna decisión, lo reconozca y proceda luego a enmendarla, para no perjudicar a la ciudadanía, será tachado de inepto e irresponsable, llegando a pedir su destitución inmediata, pues así lo pensará tanto la oposición como muchos de los ciudadanos (incluidos los votantes afines al gobierno). Por eso, es inusual ver a líderes que admitan sus errores en público y rectifiquen; porque, significaría que son débiles e incapaces de gobernar, tendrían que ceder a la opinión pública y abandonar el tan codiciado puesto que ostentan. Y eso es un problema, tanto querer aferrarse al poder como dejarse influenciar por esas masas ignorantes y anticientíficas que se han apoderado de la democracia actual. Al final, las sucesivas políticas llevadas a cabo por los distintos gobiernos de la mayoría de los países en materia de educación, ciencia, investigación y cultura (entre otras) han provocado estos cambios en la sociedad y favorecido (intencionada o inconscientemente) dichos comportamientos tan perjudiciales, que podríamos pensar que no lo son o no parecen evidentes. Más no debemos dejarnos engañar, pues, como ya he comentado, cualquiera con un bajo nivel de cultura y sin raciocinio apropiado podría dejarse atrapar por las redes de las conspiraciones y falsas teorías alternativas, aumentando esa masa anticientífica y resultando en un auténtico peligro para la democracia.

En resumen, en ocasiones no hay que dejarse llevar por lo que opine la mayoría y, por lo tanto, ser crítico y objetivo con lo que dicen. Hay que desconfiar de aquellos que se autodenominan conocedores de la verdad absoluta, seguidores de teorías alternativas o creen que hay una conspiración detrás de todo, ya sean ciudadanos de a pie, personajes populares, autoridades o cargos públicos. Finalmente, es importante determinar si la información que tenemos a nuestro alcance se basa en evidencias científicas, puede demostrarse y tiene datos razonables y lógicos; o, por el contrario, aquello que nos presentan es pseudociencia, pura charlatanería, demagogia barata y falacias sin ninguna validez, cuyo objetivo real es manipularnos en beneficio de un mezquino individuo o grupo.

 

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