¿Por qué aún sigo con vida? El enemigo no
suele hacer prisioneros de guerra. Tal vez pronto me ejecuten. Nos quieren a
todos muertos.
¿Cuándo y cómo empezó esta guerra? Lo
recuerdo perfectamente. Todo comenzó en los primeros meses de 2039, con unos
cambios políticos a gran escala. Se promulgaron unas leyes en todos los países
del mundo civilizado. No nos lo esperábamos. Los grandes dirigentes políticos y
altos cargos militares no tenían interés en la prosperidad y seguridad de las
personas a las que debían servir. Al contrario, sus nuevas leyes fueron
impuestas con mano de hierro.
Control ciudadano, abolición de las
libertades individuales, ilegalizar los embarazos naturales aleatorios sin
control sanitario, incremento de los impuestos en todos los sectores, aumento en
la producción de armamento… Todo ello nos hacía sospechar —sólo a unos pocos, por
desgracia— que se avecinaba una nueva gran guerra. Mas, ¿contra quién? ¡Ah! Si
la gente nos hubiera hecho caso en ese momento, podríamos haberles hecho frente
y no haber sido casi diezmados. Pero el escepticismo y la resignación en aquel
entonces predominaban.
Fue triste —patético dirían algunos—
ver cómo el control de los medios informativos oficiales cegó a la inmensa
mayoría de la población. Tanto que no se dieron cuenta de lo que en realidad sucedía,
hasta que fue muy tarde. Los soldados entraron en los supuestos seguros hogares
de los ciudadanos y los sacaban a la calle. Eran o bien ejecutados allí mismo
o, si veían que podían serles útiles, enviados a fábricas o a campos de
concentración.
La Historia volvía a repetirse.
El enemigo había aprendido de nosotros
todo lo que le habíamos enseñado. Lo que no les habíamos mostrado, lo
estudiaron por cuenta propia. Fueron más listos que nosotros. Nos engañaron.
Les subestimamos y, lamentablemente, fue un grave error.
Se ilumina de color rojo mi celda. Puedo
distinguir como mis ataduras de metal están sujetas a la pared de cemento por
un mecanismo electrónico. El pequeño cuarto en el que me hallo no tiene más que
un colchón con una deshilachada manta, rejillas de ventilación y una puerta
metálica sin picaporte o cerradura.
Suena un pitido. Las argollas que
rodeaban mis brazos y piernas se abren. Estoy libre pero, ¿cómo es posible?
¿Habrá habido un fallo en el mecanismo de seguridad? ¿Será una estratagema de
mis captores? No entiendo nada. Ellos nunca cometen fallos. Actúan con
precisión matemática. Antes de la guerra, nos alegrábamos de que fuera así;
pues confiábamos y delegábamos en ellos gran parte de nuestras tareas más duras
y complicadas. En cierto modo, nosotros somos los responsables de lo que ha pasado.
La luz blanca sustituye a la roja,
bañando toda la habitación, eliminando cualquier sombra que hubiera. Oigo otro
pitido, proveniente de la puerta. Se está abriendo, es una puerta corredera y
va muy despacio. Me aproximo lentamente, para intentar asomarme a ver qué hay
al otro lado.
Como si alguien me hubiese leído el
pensamiento, veo por el hueco unos ojos.
—¡Tranquilo! —dice la voz que está al otro lado—. Enseguida te sacaré de ahí
dentro. La puerta tiene un mecanismo retardante, para evitar que el recluso se
precipite a ella.
No entendía nada. ¿Cómo era posible que
hubiera una persona en aquel lugar? ¿Cómo ha sobrevivido? Tenía tantas
preguntas que hacerle.
—¿Quién eres? —pregunto—. ¿Cómo has
logrado llegar hasta aquí?
—Me llamo David Hessel, soy un
prisionero.
La puerta se abre por completo. Observo
a David. Lleva puesto el mismo uniforme que yo, el mono naranja de los
prisioneros, aunque más sucio que el mío.
—¿Cómo te has escapado de tu celda? —le
pregunto.
—Ni idea —contesta encogiéndose de
hombros—. Mi celda se puso roja y las cadenas se soltaron, luego la puerta se
abrió y he estado andando por este pasillo. Hasta que oí otro pitido.
—El de mi celda.
—Sí. Supuse que podría estar pasando lo
mismo. Así que me acerqué a echar un vistazo.
—Me alegra ver un rostro humano después
de tanto tiempo.
—Y a mí, esto…
—¡Oh! Perdóname —digo mientras le doy
la mano a modo de saludo—. Me llamo Jack Miller.
Me la estrecha con fuerza.
—Encantado, Jack. Y, ahora, ¿qué tal si
salimos de esta prisión?
—Estoy de acuerdo.
Caminamos por los largos pasillos de
metal, mal iluminados. Sentimos un gran temblor. Las luces parpadean. Miro a
David.
—¿Crees que será La Resistencia? ¿Habrán
venido a rescatarnos? —me pregunta.
—Es muy posible —contesto—. No querrán
perder a un teniente dentro de una prisión.
—¿Eres un teniente? —me pregunta David
sorprendido.
—En efecto —contesto con una sonrisa—.
Teniente Jack Miller del Sexto Batallón de los Rangers, Ejército de los Estados Unidos.
—¡Vaya! Eres un oficial del ejército,
¿eh?
—Bueno, ése era mi puesto anterior.
—Entiendo.
—Ahora, sigo conservando mi rango de
teniente. Aunque nuestras fuerzas armadas se han visto reducidas a unos límites
drásticos, incluso más de lo que te imaginas.
Todo el mundo lo sabía. Antes de la
guerra, la mayoría de nuestros ejércitos lo formaban máquinas de combate:
robots. ¿Para qué poner en peligro la vida de un hombre pudiendo usar una
máquina mucho más eficiente? Cuando todo empezó a cambiar, antes de los
primeros bombardeos, antes siquiera de las primeras confrontaciones, nos dimos
cuenta de que los robots empezaron a comportarse de manera extraña. No parecía
nada preocupante. Hasta que los androides de combate se rebelaron contra los
superiores humanos. Allí podría decirse que fueron las primeras muertes.
Sucedió en todos los países que contaban con ejércitos droides, es decir, la
mayoría. Las noticias no dieron cuenta de ello, obviamente estaban siendo
manipuladas. Las máquinas habían tomado el control de todo aparato conectado a
la red de forma instantánea. El primer mes apenas se pudo luchar, sólo huir y
esconderse. Había que hacerlo, si queríamos luego reorganizarnos y plantarles
cara.
Otro temblor. Cae polvo del techo, una
tubería se suelta de la pared. Las luces se apagan a intervalos intermitentes.
—Tenemos que salir de aquí —comento.
—Sí, es posible que intenten rescatarle
a usted y a los demás prisioneros. Pero para entrar en esta fortaleza a sus
hombres les será preciso bombardear la zona de la superficie.
—Vamos, David —le digo—. Saldremos de
ésta. Sígueme, conozco este pasillo. Por aquí se va a la sala de calderas.
David me obedece y me sigue muy cerca.
Ya había ido antes a las calderas, junto con otros prisioneros, para tareas de
mantenimiento bajo la supervisión de los androides.
Me detuve en seco.
—¿Qué le pasa, teniente Miller? —me
pregunta David.
—Los prisioneros —contesto—, debemos
rescatarlos.
—Miller, ¿no lo sabes? —me pregunta
consternado mirando al suelo.
—¿Qué intentas decirme?
—¿Cuánto tiempo has estado encerrado?
Quiero decir, sin salir al patio.
—No lo sé —respondo—. Creo que unos
cuatro días, si contamos que cada almuerzo era una vez al día.
—Entonces, me temo que tengo que darle una mala noticia, teniente.
—¿Cuál? ¿De qué se trata?
—Ayer, mientras estaba durmiendo, unos
gritos provenientes de las celdas contiguas me despertaron. Los androides se
llevaron a los demás reclusos. Pero no oí que los volvieran a traer a sus
celdas.
Cierro los puños con fuerza y doy un
golpe a la pared. David me pone la mano en el hombro.
—Cuando la puerta de mi celda se abrió
—continúa—, miré en los demás pabellones. No había otra puerta abierta. Grité
preguntando si había alguien. No obtuve respuesta alguna.
—Esas malditas máquinas, seguramente se
los llevaron a las fábricas que hay detrás de las montañas.
Me giro, recorro su cuerpo con mi
mirada.
—¿Por qué no te llevaron a ti también?
—le pregunto.
—Eso quisiera saber yo —responde con la
cabeza baja. Es obvio que está apenado por la desdicha de sus camaradas—. Y,
también, ¿quién nos ha abierto las puertas de las celdas?
—Tal vez, La Resistencia sea la
causante de eso —comento con la mano en la barbilla.
—¿Cómo es posible?
—Tenemos entre nosotros muy buenos
informáticos. Es muy probable que piratearan el sistema operativo de la
prisión. Una vez que accedieron a él, buscaron a los prisioneros, entre los que
me encontraba, y abrieron las puertas.
—Pues tendremos que darnos prisa en
escapar de aquí. Antes de que todo quede reducido a escombros.
Tiene razón. Las sacudidas están
aumentando de frecuencia. La superficie debe ser un maldito infierno.
Avanzamos por los pasillos. Subimos
rampas. Tropezamos más de una vez con cascotes, placas de metal y tuberías. Por
si nos encontráramos con algún androide nos armamos con unas pesadas tuberías a
modo de bate. No serán muy útiles contra las armas de fuego, pero si les
sorprendemos de cerca, podremos reventar su cráneo cibernético.
Nos paramos frente a una gran puerta
blindada. Es el cuarto de las calderas. No pasamos, pues ése no es nuestro
objetivo, sino la puerta de la izquierda. Ésta da a una sala de seguridad. Allí
puede que encontremos algún modo de comunicarnos con el exterior, los planos de
la prisión, armas o cualquier cosa que nos sea provechosa.
Miro a David a los ojos. Me llevo un
dedo a los labios para que guarde silencio. Asiente despacio. Nos vamos
acercando muy lentamente a la puerta. Nuestros sentidos se agudizan al máximo,
atentos a cualquier peligro. Suena un pitido. La puerta se va a abrir.
—¡Ahora!—grito—. ¡Dale con todas tus
fuerzas!
Nos abalanzamos sobre dos androides de
seguridad. Les golpeamos fuertemente con las tuberías en sus cabezas. No tienen
tiempo de disparar sus armas ni mucho menos defenderse. No se lo esperaban. No
habían calculado la posibilidad de que hubiesen pirateado parte del sistema
operativo de la prisión. Estaban programados sólo para defenderse de ataques
externos.
—No son tan perfectos estos hojalatas
—dice David observando los androides caídos.
—Hemos tenido suerte —digo—. Si llegan
a dar la alarma, enviarían a sus tropas aquí dentro. No habríamos tenido
ninguna posibilidad.
—Por suerte, nuestros muchachos están
dándoles lo suyo ahí fuera.
Sonrío. Puede que por una vez tengamos
suerte. Recogemos sus armas, unos rifles automáticos de munición perforante,
perfectos para matar humanos y androides convencionales.
Entramos en la sala de seguridad. Sólo
hay unos monitores que muestran imágenes de las celdas vacías y los pabellones.
David empieza a toquitear los paneles de control, pulsando botones al azar
aparentemente.
—Antes de la guerra —me comenta antes
de que le diga nada—, trabajaba en la TransVideo News, la corporación
que englobó hace unos cuantos años la mayoría de los medios de comunicación.
—¿Eras periodista?
—No —contesta con una sonrisa—. Era
técnico-operador en los estudios. No todo estaba tan informatizado como se
pensaba. Había cosas que aún tenían que ser supervisadas por personas de
verdad.
—Ya veo —digo. Mientras, sigue
manipulando los controles—. Entonces, ¿sabes lo que estás haciendo? A ver si
vas a saltar la alarma...
—¡Ya está! —me interrumpe señalando una
pantalla—. Mira. Ahí están los planos de la prisión. Estamos en el nivel menos
dos. Tenemos que llegar al cero, la superficie.
—Buen trabajo.
—Gracias —responde con la cabeza baja—.
Quizá por eso seguía con vida. Aún podía serles útil a esos hojalatas.
—Cuando salgamos de esta, te conseguiré
un puesto en el centro de mando.
—Eso sería fantástico.
—Una cosa, ¿podrías poner en pantalla lo
que pasa en superficie?
—No será complicado. Si todavía hay
cámaras transmitiendo.
Toca otra serie de botones y gira unas
ruedas. En uno de los monitores se muestran todas las imágenes de las cámaras
de vídeo. La mayoría están en negro. Unas pocas con unas imágenes borrosas e
indefinidas. Pero hay una en la que se ve bastante bien como para distinguir lo
que ocurre. David amplia la imagen y ahora ocupa toda la pantalla. Los
androides de combate se encuentran tras unas barricadas, disparando a unas aeronaves.
Son de La Resistencia. El
bombardeo parece que ha cesado y se preparan para un asalto. Debemos darnos prisa
y salir de aquí cuanto antes, o el rescate se convertirá en una catástrofe.
—Miller, eche un vistazo a esto.
Me acerco a donde está David. Sostiene
una pequeña caja metálica, de la que sale un cable. Éste se conecta al puerto
de acceso del ordenador central.
—¿Qué puede ser? —le pregunto.
—Estoy seguro que es alguna clase de
disco duro externo —responde—. Aunque éste no es de la misma clase que yo usaba
en el trabajo, tiene algunas semejanzas.
—Los androides que hemos neutralizado
—comento—, es posible que lo estuvieran protegiendo.
—Eso, mi querido teniente, es lo que
hacían —contesta David mientras manipula unos botones—. Estaban haciendo una
copia de seguridad de todos los datos que había en el ordenador central de la
prisión. Seguramente detectaron el ataque en su sistema operativo. Concluyeron
que queríamos robarles los datos.
—Es posible.
—No —dice señalando un pequeño monitor
encima de la consola—. Mire, eso es una orden que tenían programada en caso de
ataque. Tenían todo previsto.
—Excepto que dos reclusos huyeran y les
machacasen.
David se ríe. Desconecta el disco duro
y me lo entrega.
—Tenga, teniente. Creo que usted podrá
protegerlo mejor que yo.
—De acuerdo.
Me lo guardo dentro del mono. Echamos
un último vistazo a los planos y salimos de la sala a paso ligero.
Avanzamos rápidamente por los pasillos,
no encontramos a ni un solo androide. Deben estar todos en la superficie.
Cuando llegamos a la puerta de acceso
al nivel cero, nos encontramos con una docena de androides apostados detrás de
unos bloques de hormigón. Están esperando a que los soldados humanos derriben
la puerta para acribillarles a tiros. No nos han visto, pues están de cara a la
entrada. Los construyeron muy parecidos a nosotros. La idea era tener unos
trabajadores lo más parecido externamente a los humanos, para que no nos
asustasen. Supongo que a algún psicólogo se le ocurrió esa estúpida idea. Antes
de que nos diéramos cuenta, ya habían tomado posiciones en los puestos de poder
más importantes de gobiernos, ejércitos, empresas… Claro que, ¿cómo nos íbamos
a dar cuenta si no eran más que copias de sus semejantes humanos? Lo habían
planeado desde el día que les otorgamos consciencia y pensamiento autocrítico.
Nunca debimos hacerlo. Fue una gran equivocación dotarles de una inteligencia
superior a la nuestra.
David me saca de mis pensamientos
cogiéndome del hombro. Me hace señas para que le siga. Entramos en una
habitación. Sólo hay unas mesas y sillas de metal. Una tenue luz ilumina la
instancia.
—¿Qué es esta habitación? —le pregunto
en voz baja.
—¿Nunca has estado aquí?
—No. Cuando salíamos al patio íbamos
por otro pasillo.
—Ya veo. Supongo que a los militares
les llevaban por otro sitio, para no mezclarlos con los civiles.
Asiento. Compruebo el arma y me
cercioro que no está encasquillada.
—Aquí nos examinaban cuando volvíamos
del patio—continúa David en voz baja. Me entrega su arma para que la revise—.
Para evitar que nos lleváramos cualquier cosa que nos sirviera a modo de arma.
Eran muy meticulosos.
Le devuelvo su rifle. Ambos están en
perfectas condiciones.
—Bueno, ¿cuál es el plan? —le
pregunto—. No podemos atacarles nosotros dos solos. No tenemos suficiente
potencia de fuego. Puede que nos lleváramos a unos cuantos por delante. Pero
enseguida acabarían con nosotros.
—Tengo una idea —dice mientras se
dirige a la puerta—. No abras la puerta. En cuanto hayan pasado de largo,
dirígete a la salida.
No pude detenerle. Sale corriendo en
dirección a los androides. Oigo disparos y voces. Les está atrayendo. Actúa
como cebo para que yo pueda escapar. Maldito loco. Imagino que él ya sospechaba
que esto no acabaría bien. Por eso me dio el disco duro.
Escucho como los androides corren en
persecución de David. Salgo del cuarto. Continúo oyendo disparos a intervalos.
Aún sigue con vida. En cuanto salga, haré que un pelotón le rescate. Nunca hay
que dejar a nadie atrás.
Me dirijo a la puerta. Asomo mi cabeza
para echar un vistazo tras una esquina. Aún quedan tres androides. Están
apostados, mirando a la pared. Siguen con su programación original.
Pongo una rodilla en el suelo, pegado a
la esquina, para exponer lo menos posible mi cuerpo. Apunto con cuidado.
Disparo unas ráfagas rápidamente a los tres. No he perdido mi puntería, pues
caen abatidos al suelo. Me levanto y avanzo hacia la puerta. Contemplo los
cuerpos cibernéticos de los androides. Recojo otro rifle que me cuelgo al
hombro y los cargadores de los otros dos.
Suena un pitido. Una luz roja parpadea
en el techo. La puerta comienza a temblar. Se está abriendo.
Salgo al patio. Una aeronave de La Resistencia ha
aterrizado. Los soldados están rematando a los androides que quedaban.
Se me acerca un soldado.
—¿Teniente Jack Miller? —me pregunta.
—Soy yo —le respondo con un saludo
militar. El soldado hace lo mismo.
—Debemos irnos. Se aproxima un
regimiento droide.
—Pero, ¡aún hay un hombre ahí dentro!
—grito señalando la puerta de la que he salido.
—No podemos enviar un pelotón de
rescate, señor —contesta cabizbajo—. ¿Era alguien importante?
—No era uno de los nuestros, si es lo
que me pregunta —le contesto—. Era otro prisionero. Dio su vida por mí.
—Nos aseguraremos que esos malditos
robots lo pague caro. En los próximos días habrá una ofensiva contra una de las
fábricas que hay en las montañas.
Mientras nos encaminamos a la aeronave,
me saco de dentro del mono el disco duro.
—Aquí dentro hay información muy
valiosa —le comento al soldado—. En cuanto estemos en la base, quiero que lo
conecten a un ordenador. Tenemos que sacar todo lo que hay aquí dentro.
—Así se hará, señor —me responde el
soldado—. Al final, su rescate ha sido más productivo de lo que esperábamos.
—El sacrificio de David no ha sido en
vano—murmuro.
—¿Cómo dice?
—Que debemos partir cuanto antes —digo
en voz alta. El ruido de los motores ahoga nuestras voces.
El soldado asiente. Nos montamos en la
aeronave. Los demás ya están ocupando sus asientos. Despegamos. Nos escolta otra
aeronave de combate. Comunican por radio de nuestra situación y estado. Nos marchamos a toda prisa de aquel lugar.
* * *
En una sala, de un lugar no
determinado, un grupo de androides, conectados entre sí por cables a un gran
ordenador, están comentando los hechos anteriormente ocurridos.
—Ha salido todo como estaba programado
—comenta un androide.
—Afirmativo —responde otro—. El humano
Teniente Jack Miller ha escapado, llevándose consigo el disco duro que le
entregó el humano David Hessel.
—En cuanto lo conecten a sus
ordenadores —empieza un tercero—, nos será transmitida la posición exacta de su
base. En ese instante, nuestros bombarderos atacarán.
—Afirmativo —responde el primero.
—¿Cuál es el estado del humano David
Hessel? —pregunta el segundo.
—Ha sido capturado y enviado a las
instalaciones médicas—contesta un cuarto androide, hasta ahora callado—. Se
rindió en cuanto fue rodeado de los androides de seguridad en el nivel menos
uno de la prisión.
—Su procesador cerebral ha respondido
bien a la situación —contesta el segundo—. Es nuestro mayor logro hasta la
fecha. Manipular el cerebro humano para que actúe como un simple robot obrero.
—Afirmativo —contesta el primero—.
Pronto introduciremos procesadores en las cabezas de los demás prisioneros. En
cuanto sean liberados, servirán como espías tras las líneas enemigas.
—He estimado y calculado una serie de
parámetros —comenta el tercero—. No se puede repetir la liberación de la misma
manera. Comenzarían a sospechar. Los técnicos informáticos humanos no
encontraron mucha resistencia para piratear los programas del sistema de la
prisión.
—Tu proposición es acertada —responde
el primero—. Fortaleceremos los sistemas operativos de las prisiones y
fábricas. Pero disminuiremos el personal robótico de vigilancia.
—La liberación de los humanos
controlados requerirá de un menor esfuerzo por parte de sus tropas —sentencia
el cuarto androide—. A este ritmo y, según lo estimado, hay una probabilidad de
un noventa y cuatro por ciento de su exterminio en los próximos meses.
Los androides siguen hablando de otros
asuntos relacionados con la guerra. Una guerra en la que ya se ha sellado el
destino de los humanos, pues al escapar el Teniente Jack Miller no sabe que ha
condenado a sus congéneres a la extinción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario