domingo, 15 de enero de 2017

Nueva sociedad


Desperté sobresaltado. Me levanté de un salto de la cama. Fui a la ventana y corrí los cerrojos de los postigos para abrirla. La habitación quedó iluminada por la luz solar. Contemplé a las distantes montañas, que se elevaban por encima de las casas blancas y los tejados rojizos. Aún había algo de niebla en los bosques de las montañas.
Tomé una buena bocanada de aire fresco mientras me inclinaba sobre el alféizar. Ya se empezaban a oír los tambores, pronto pasaría por la calle principal el desfile de primavera. Me volví, en dirección a la puerta de la habitación.
Giré despacio el pomo de la puerta y la empujé. En cuanto salí al pasillo vi que la puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Acerqué el oído a la madera, no corría el agua de la ducha. Golpeé con los nudillos la puerta. Obtuve como respuesta una risa contenida a duras penas.
—Martha, cariño —dije—. ¿Vas a tardar mucho?
—¡Oh, vamos! —respondió entre risas—  Ahora no vengas con prisas, intenté despertarte hace un buen rato. Pero estaba sumido en un profundo sueño.
—¿Por qué iba a levantarme temprano hoy?
La puerta se abrió.
Apareció Martha, con sus largos cabellos ocres aún mojados cayendo por los hombros, llevaba puesta sólo una fina bata de algodón.
—Porque hoy comienza la Festividad de Primavera —respondió mientras me rodeaba con sus brazos.
Se me escapó un suspiro y acerqué mis labios a los suyos. Me dio un pequeño empujón para apartarme de ella. Me quedé estupefacto. Ella, simplemente, se rio.
—Vamos, Bernardyn —sígueme susurró mientras corría descalza hasta el dormitorio.
Esbocé una sonrisa. Sólo empleaba mi nombre completo en ciertas situaciones especiales. Parecía que ésta era una de ellas.
Me quedé en el umbral de la puerta, contemplándola. Ahí estaba recostada en la cama, con los pies ligeramente separados, una pierna flexionada y la otra recta. Debajo de la bata se dibujaban las curvas de su cuerpo. Sonreía, con la cabeza un poco inclinada.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —me preguntó inocentemente, pero con una pícara mirada.
—Creo que los dos lo sabemos muy bien —contesté a la par que cerraba de nuevo las persianas.


—Mis queridos hermanos —comenzó el anciano con una túnica roja—, hoy es el primer día de la Festividad de Primavera. Sabéis perfectamente lo que significa. A partir de hoy y de lo que queda de año estará permitido el acto de procreación en todo el territorio de nuestra isla.
Se oyeron unos murmullos junto a los aplausos de aprobación. La plaza estaba a rebosar.
El anciano alzó las manos rogando el silencio.
—Hombres y mujeres de nuestra nación —continuó—, debéis cumplir el deber que el mismísimo Dios os ha encargado. Yo, como Sumo Sacerdote y representante del Altísimo, os doy mi bendición para que consuméis el matrimonio.
Más vítores y aplausos. Los tambores comenzaron a tronar. Se daba por inaugurada la Festividad.


—¿Crees que este año será distinto? —me preguntó Martha. Su mirada reflejaba preocupación.
—No te preocupes —le contesté mientras hundía mis dedos por su cabello— No hagas caso a ese viejo.
Habíamos escuchado al Sumo Sacerdote desde nuestro dormitorio. La megafonía, aunque rudimentaria, cumplía su propósito. Su voz llegaba a nuestra casa que sólo se hallaba a dos calles de la plaza central de la ciudad.
Martha se levantó de la cama y cogió la sábana para cubrirse con ella. Abrió la ventana para ver el desfile. Fui tras ella y me coloqué a su espalda. La calle estaba cubierta por pétalos de flores, que estaban siendo arrojados por los chicos y chicas más jóvenes, vestidos sólo con las túnicas blancas adecuadas para la ocasión. Apenas tenían quince años, eran los últimos que habían nacido y, como marcaba la tradición, iban delante del carruaje tirado por caballos blancos. Iba cubierto de adornos florales y transportaba a una pareja desnuda, un hombre y una mujer que acababan de alcanzar la edad adulta. Habían sido elegidos al azar entre los pocos jóvenes que quedaban. Para ellos era un honor ser exhibidos así, tal y como vinieron al mundo. Seguramente, esta noche, se aparearían con la esperanza de tener descendencia. Tras ellos, avanzaba un grupo de músicos, entonando cánticos y vociferando alabanzas al Creador. Cerrando el desfile, iba una multitud que cantaba y gritaba y bailaba tras la carreta, llenando el aire con sus roncas carcajadas y expresiones vulgares.
Sentí náuseas al ver semejante espectáculo. Me di la vuelta y me puse un albornoz.
—¡Oh, Bern! —gimió Martha, contemplando aún al gentío.
Me enfadé.
—¿Acaso te agradaría ser mostrada de esa manera en público?
Martha se ruborizó. Se dirigió al tocador.
—Perdona —me disculpé, sentándome al borde de la cama—, pero ya sabes lo que pienso de todo esto.
Martha suspiró hondo y se sentó a mi lado.
—Bern, hay veces en que no llego a comprenderte —dijo—. Sabes que te quiero y que confío en ti. Trabajas duro para que salgamos adelante, incluso mi anciano padre te adora. Y ya sabes cómo es con la gente.
Asentí con la cabeza. Era cierto. Su padre, el señor Gaian, tenía un fuerte temperamento y se encolerizaba con facilidad, salvo con su hija y, extrañamente, conmigo. Suponía que veía en mí al hijo que nunca tuvo.
—No obstante —comenté—, ya sabes cuál es mi postura y no la cambiaré. Esta festividad no nos ayudará a tener un hijo. Ni creo…
Martha me puso un dedo en los labios para callarme.
—Bern —dijo mirándome con esos hermosos ojos avellana—, sé perfectamente que no eres creyente, que tu trabajo como técnico en la central de energía te ha hecho escéptico a todo, incluso a nuestras tradiciones más profundas. Recuerdo cómo llegaste en uno de los barcos de metal a nuestra isla siendo un crío.
—Yo también me acuerdo, cariño. Y de la niña con trenzas que eras.
—No cambies de tema —me replicó—. Sé que tardasteis un tiempo tú y los demás supervivientes del naufragio en adaptaros a nuestra sociedad. Pero, ya lo ves, todos os habéis integrado perfectamente, contribuyendo a que prosperemos. Eso sí, la mayoría trabajáis como tecnos en la fábrica o en la central eléctrica; algo que no me sorprende.
—Eso no te lo discuto —repuse.
—Entonces, Bern, ¿me va a decir por qué estos dos últimos días ha empeorado tanto tu humor?
—Es imposible tener secretos siendo tú tan perspicaz —respondí sonriente—. Si el Sumo Sacerdote lo permitiese, te enseñaría lo que sé y apostaría a que serías una experta tecno.
—Lo dudo —replicó ocultando entre sus manos la cara, avergonzada—. Todos tenemos nuestra función en la sociedad. Nosotras nos encargamos de las tareas domésticas, los cultivos, el cuidado de los ancianos…
—Sí, eso ya lo sé —le interrumpí—. Pero antes de continuar con nuestra conversación, me gustaría darme una ducha y, después, comer algo.
—Prepararé el desayuno mientras te duchas, Bern.
—¿Has dejado agua caliente en la cisterna?
—Compruébalo tú mismo —respondió con una sonrisa burlona.


         Tras acabar de comer, me recosté en mi asiento. Martha acercó su silla de madera hasta mí.
         —Bueno, ¿qué ibas a contarme? —me preguntó.
         —Verás. ¿Te acuerdas de cómo vine por la noche hace una semana a casa?
—Sí, borracho, ayudado por tus compañeros tecnos. Venías cantando alegremente, aunque tú eras el peor en estado. Por suerte, no armasteis el suficiente alboroto para que los vecinos avisaran a la guardia.
—¡Exacto! —exclamé señalándola.
—Pero a la mañana siguiente no me dijiste el motivo de vuestra celebración.
—Logramos hacer que se encendiera la antigua computadora de la central eléctrica —respondí.
—¿La que venía en el enorme barco de metal?
—Y del que se sacó también parte de los materiales para la central eléctrica, maquinaria, así como otros instrumentos y herramientas.
—Continúa.
—Pues bien, hace dos noches, pudimos acceder a su base de datos —tomé aire para seguir hablando—. Estaba en un idioma que sólo unos pocos comprendíamos, entre los que me incluía. Los tecnos somos buenos con las máquinas por naturaleza, es innato, ya lo sabes. Pero la computadora se nos hacía algo extraña.
—¿Por qué motivo?
—Es de origen militar, anterior a la Gran Guerra.
—¡Oh! —exclamó Martha—. ¿Estás seguro? Se supone que ningún objeto anterior al conflicto, o como lo denominan los religiosos “el Castigo Divino”, debería haber sobrevivido.
—Estúpidos ignorantes —manifesté.
—Bern, por favor.
—Está bien —dije levantando las manos.
—Y, ¿cómo puede ser posible lo que has dicho?
—Porque, aparte de las palabras específicas empleadas en lenguaje militar, la primera de las entradas de su base de datos está fechada en cinco años justo antes del inicio del primer ataque.
—Yo apenas recuerdo nada de eso —comentó—, salvo lo que me contó mi padre: que un grupo de naciones luchó por los recursos del planeta y cómo para ello casi lo destruyeron todo.
—No es del todo cierto —señalé—. Verás, lo que descubrimos fue algo que nos desconcertó. Según la información que hemos descifrado, justo en la primera entrada del registro, se acordó un plan para controlar la población a escala global.
—¿Controlarla? —preguntó sorprendida—. ¿Acaso los Antiguos no tenían reyes ni quien les gobernara?
—Sí que tenían —respondí—. Pero no me refiero al dominio o mando como tal; sino a la regulación estricta de la natalidad para que no aumentara la población.
—¿Quieres decir que planearon que la gente no tuviera hijos?
—Así es —contesté asintiendo—. Parece ser que la guerra por los recursos que se libró hará ya treinta años, se debió en gran parte a que había demasiada gente en el planeta. Tanta, que no se podía dar alimento ni cobijo a todos.
—¡Eso es espantoso!
—Lo sé —dije—. Por lo tanto, parece ser que se adoptó, traduciendo literalmente lo que decía el archivo, la “estrategia contra-malthusiana”. Ignoro el significado de esta última palabra. Lo que sí sabemos que significa es que se llevó a cabo un control biológico de todas las mujeres y hombres del planeta. Es decir, la esterilización.
—Pero, eso quiere decir…
—En efecto —le interrumpí—, evitar que haya más nacimientos; aunque, no permanentemente, sino durante un período de tiempo determinado.
Martha se llevó las manos a la cabeza, angustiada.
—La Festividad —murmuró—, el castigo de Dios, la Fe…
—Nada de eso tiene sentido ahora —sentencié—. Que no podamos tener hijos no es por un capricho de ese supuesto Dios, ni tampoco porque los sacerdotes así lo quieran. Fue culpa de los Antiguos, para evitar una guerra a escala mundial, que a pesar de todo sí ocurrió.
—¿Quién más sabe todo esto? —me preguntó mientras me agarraba por el brazo.
—Sólo mi compañero, Alexandrus y yo, así como mis ayudantes. Son de fiar.
—Alexandrus —repitió—. ¿No es su hermano capitán de la guardia real?
Asentí.
—Como se lo haya comentado a alguien de la corte, o algún sacerdote, ¡estaremos perdidos!
—Tranquila —contesté mientras le acariciaba la cara—. Son buenas personas, leales al rey, no al Sumo Sacerdote. Yo confío en ellos.
—Está bien —dijo. Su respiración se volvió algo más pausada.
Unos golpes resonaron en el pasillo. Llamaban a la puerta.
—¡Abran a la guardia! —gritaron.
Martha se quedó petrificada. Yo me levanté de la silla y fui raudo a atenderles.
Quité los cerrojos.
—¿Qué ocurre? —pregunté mientras abría la puerta.
—Hola, Bernardyn —saludó Sammos, el hermano de Alexandrus. Estaba acompañado de dos sacro-guardias—. Por orden del Sumo Sacerdote, tenemos que escoltarte ante él para tratar ciertos asuntos de vital importancia.
—Está bien —respondí mientras me metía para adentro—. Pero antes, permita que coja mi bolsa de trabajo.
—Eso no será necesario —respondió uno de los sacro-guardias.
En un instante, cayeron al suelo. Sangraban por detrás del cuello.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó desde la puerta de la cocina Martha.
Me apresuré hacia ella para evitar que gritara. Se asustó al ver los dos cuerpos.
Sammos entró y cerró la puerta principal. Se dirigió directamente a la pila. Abrió el grifo y lavó sus cuchillos, quitándoles la sangre quedaba.
—Perdona que haya ensuciado así tu casa —dijo Sammos.
Yo tenía a Martha entre mis brazos, su cabeza apoyada dentro de mi pecho. Lloraba débilmente.
—Necesito que me expliques que está pasando —ordené a Sammos.
—Alexandrus me lo ha contado todo —respondió—. Lo de la computadora, la guerra y el motivo de por qué no podremos tener hijos. Supuse también que alguien de tus subalternos se iría de la lengua e iría a algún sacerdote a contárselo, a la espera de alguna recompensa por desvelar vuestra traición a la Fe.
—Y acertaste —señalé.
—Mi instinto rara vez ha fallado —dijo mientras se guardaba sus cuchillos. Se quitó el fusil láser que llevaba colgado y lo dejó sobre la mesa. Una de las muchas armas que se encontraron en el barco—. Llevamos un tiempo detrás de los sacro-guardias, leales al Sumo Sacerdote y obedientes ciegos de la Fe. Mis espías dentro de los templos descubrieron una conspiración: el sumo sacerdote pretende derrocar al gobierno real, acusarle de traición a la Fe y disparates similares.
—Y los datos hallados en la computadora serían la excusa perfecta —añadí.
—Cierto —afirmó—. Desacreditaría por completo a los tecnos leales al rey, incluidos tú y mi hermano. Mi deber como capitán de la guardia real es defender al rey y a sus ciudadanos de cualquier amenaza, externa o interna. Y si los sacerdotes quieren provocar una sublevación, ello provocaría una guerra civil.
—Son unos monstruos —dijo Martha apartándose de mí—. Nos han estado controlando desde el principio. Estoy segura que el Sumo Sacerdote y sus acólitos se asentaron en la isla para escapar de la guerra, pero al verse sorprendidos por la avalancha de refugiados y el caos acompañante, tuvieron que hacer algo. Qué mejor que la religión para controlarnos, tenernos a raya y que no sobrepasáramos el límite de personas que la isla podía sustentar. Pues ya sabían por qué empezó la Gran Guerra. El control de los recursos…
—Sin embargo —le interrumpí—, lo que no sabían es que ya estábamos bajo control desde justo antes del inicio del conflicto. Nuestra especie superó hace mucho tiempo el límite y los Antiguos tuvieron que frenar drásticamente el incremento poblacional.
—Eso ahora ya da igual —dijo Sammos—. Por lo que me ha dicho mi hermano y según lo que sacasteis de la computadora, la infertilidad es temporal, puede que no este año; a lo mejor en veinte o cincuenta años vuelve a haber niños. No importa. Lo que sí que debéis hacer ahora es recoger vuestras cosas, sólo lo imprescindible.
—¿Por qué? —balbuceó Martha.
—Debemos huir —respondí.
—Es verdad —contestó Sammos—. No creo que los sacerdotes tarden mucho en enviar a su guardia personal a por vosotros y a por los demás tecnos.
—Y, ¿a dónde iremos? ¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó alterada Martha.
—No os preocupéis —respondió Sammos, recogió el arma de la mesa—. Mis hombres os acompañarán hasta el puerto oeste. Allí estarán esperando en un gran barco a velas mi hermano, su mujer y mi tío, junto a algunos muchachos y algunos tecnos leales, y mujeres no comprometidas, claro. Formaréis parte de una expedición, para investigar el viejo continente, bajo aprobación real. Iban a partir la semana que viene, pero ya que hoy hace tan buen tiempo, habrá que aprovechar, ¿no?
—Pero…
—Tengo todo previsto —me cortó—. Diré que os escapasteis, con la ayuda de alguien no identificado. Mis soldados vendrán enseguida, y me atarán. Dejaremos pruebas falsas de que aquí ha habido una lucha. Todo está bien planeado.
—De acuerdo —dije—. No sé cómo agradecértelo.
—Simplemente, cuida bien de mi familia y los demás. Mientras, intentaré evitar que se produzca cualquier alzamiento contra el gobierno real.


El viaje duró más meses de los previstos. Nos pilló una fuerte tormenta por el camino. Sin embargo, gracias a la tripulación del barco logramos llegar sanos y salvos a tierra firme.
Durante los primeros días establecimos un campamento, habíamos traído parte de la maquinaria e instrumental de la fábrica y la central para que pudiéramos llevar una buena vida. La computadora también viajó con nosotros. Entre Alexandrus y yo conseguimos, mediante unos molinos de viento, cargar sus baterías y que pudiera funcionar durante períodos no muy largos. Durante esos ratos, seguíamos analizando los datos que tenía almacenado. Puede que nos fueran útiles para nuestra futura colonia, para no repetir los errores del pasado.
Ignoramos qué pasó en la isla, en nuestro antiguo hogar. Se propuso en alguna ocasión usar parte del barco que no había sido empleado en el asentamiento, para fabricar alguna embarcación. La mayoría se opuso, por temor a que, si el Sumo Sacerdote había ascendido al poder, nos mandarían ejecutar a todos por traición. Nos olvidamos de esa idea para siempre.


Hoy cumplimos ya tres años en el continente. Desde la ventana de la cocina de nuestro nuevo hogar, en lo alto de la colina, contemplé cómo el sol ilumina el mar azul, cómo los primeros rayos del día iban despertando a mis conciudadanos de nuestra nueva sociedad.
Un llanto de bebé me sacó de mis pensamientos.
Me dirigí, haciendo el menor ruido posible, a nuestro dormitorio. Ahí estaba mi esposa, recostada en la cama, dándole el pecho a nuestro hijo.
Finalmente, la vida volvía a su curso natural.

        

Nota: con este texto participé en el “Proyecto Lanzadera” - Relato corto, del Ayuntamiento de Madrid, a finales del año 2016. Lo publico aquí para que lo lea quien quiera.

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