Desperté sobresaltado. Me
levanté de un salto de la cama. Fui a la ventana y corrí los cerrojos de los
postigos para abrirla. La habitación quedó iluminada por la luz solar.
Contemplé a las distantes montañas, que se elevaban por encima de las casas
blancas y los tejados rojizos. Aún había algo de niebla en los bosques de las
montañas.
Tomé una buena bocanada de
aire fresco mientras me inclinaba sobre el alféizar. Ya se empezaban a oír los
tambores, pronto pasaría por la calle principal el desfile de primavera. Me
volví, en dirección a la puerta de la habitación.
Giré despacio el pomo de la
puerta y la empujé. En cuanto salí al pasillo vi que la puerta del cuarto de
baño estaba cerrada. Acerqué el oído a la madera, no corría el agua de la
ducha. Golpeé con los nudillos la puerta. Obtuve como respuesta una risa
contenida a duras penas.
—Martha, cariño —dije—. ¿Vas
a tardar mucho?
—¡Oh, vamos! —respondió
entre risas— Ahora no vengas con prisas,
intenté despertarte hace un buen rato. Pero estaba sumido en un profundo sueño.
—¿Por qué iba a levantarme
temprano hoy?
La puerta se abrió.
Apareció Martha, con sus
largos cabellos ocres aún mojados cayendo por los hombros, llevaba puesta sólo
una fina bata de algodón.
—Porque hoy comienza la
Festividad de Primavera —respondió mientras me rodeaba con sus brazos.
Se me escapó un suspiro y
acerqué mis labios a los suyos. Me dio un pequeño empujón para apartarme de
ella. Me quedé estupefacto. Ella, simplemente, se rio.
—Vamos, Bernardyn —sígueme
susurró mientras corría descalza hasta el dormitorio.
Esbocé una sonrisa. Sólo
empleaba mi nombre completo en ciertas situaciones especiales. Parecía que ésta
era una de ellas.
Me quedé en el umbral de la
puerta, contemplándola. Ahí estaba recostada en la cama, con los pies ligeramente
separados, una pierna flexionada y la otra recta. Debajo de la bata se
dibujaban las curvas de su cuerpo. Sonreía, con la cabeza un poco inclinada.
—¿Qué es lo que vas a hacer?
—me preguntó inocentemente, pero con una pícara mirada.
—Creo que los dos lo sabemos
muy bien —contesté a la par que cerraba de nuevo las persianas.
—Mis queridos hermanos
—comenzó el anciano con una túnica roja—, hoy es el primer día de la Festividad
de Primavera. Sabéis perfectamente lo que significa. A partir de hoy y de lo
que queda de año estará permitido el acto de procreación en todo el territorio
de nuestra isla.
Se oyeron unos murmullos
junto a los aplausos de aprobación. La plaza estaba a rebosar.
El anciano alzó las manos
rogando el silencio.
—Hombres y mujeres de
nuestra nación —continuó—, debéis cumplir el deber que el mismísimo Dios os ha
encargado. Yo, como Sumo Sacerdote y representante del Altísimo, os doy mi
bendición para que consuméis el matrimonio.
Más vítores y aplausos. Los
tambores comenzaron a tronar. Se daba por inaugurada la Festividad.
—¿Crees que este año será
distinto? —me preguntó Martha. Su mirada reflejaba preocupación.
—No te preocupes —le
contesté mientras hundía mis dedos por su cabello— No hagas caso a ese viejo.
Habíamos escuchado al Sumo
Sacerdote desde nuestro dormitorio. La megafonía, aunque rudimentaria, cumplía
su propósito. Su voz llegaba a nuestra casa que sólo se hallaba a dos calles de
la plaza central de la ciudad.
Martha se levantó de la cama
y cogió la sábana para cubrirse con ella. Abrió la ventana para ver el desfile.
Fui tras ella y me coloqué a su espalda. La calle estaba cubierta por pétalos
de flores, que estaban siendo arrojados por los chicos y chicas más jóvenes,
vestidos sólo con las túnicas blancas adecuadas para la ocasión. Apenas tenían
quince años, eran los últimos que habían nacido y, como marcaba la tradición,
iban delante del carruaje tirado por caballos blancos. Iba cubierto de adornos
florales y transportaba a una pareja desnuda, un hombre y una mujer que acababan
de alcanzar la edad adulta. Habían sido elegidos al azar entre los pocos
jóvenes que quedaban. Para ellos era un honor ser exhibidos así, tal y como
vinieron al mundo. Seguramente, esta noche, se aparearían con la esperanza de
tener descendencia. Tras ellos, avanzaba un grupo de músicos, entonando
cánticos y vociferando alabanzas al Creador. Cerrando el desfile, iba una
multitud que cantaba y gritaba y bailaba tras la carreta, llenando el aire con
sus roncas carcajadas y expresiones vulgares.
Sentí náuseas al ver
semejante espectáculo. Me di la vuelta y me puse un albornoz.
—¡Oh, Bern! —gimió Martha,
contemplando aún al gentío.
Me enfadé.
—¿Acaso te agradaría ser mostrada
de esa manera en público?
Martha se ruborizó. Se
dirigió al tocador.
—Perdona —me disculpé,
sentándome al borde de la cama—, pero ya sabes lo que pienso de todo esto.
Martha suspiró hondo y se
sentó a mi lado.
—Bern, hay veces en que no
llego a comprenderte —dijo—. Sabes que te quiero y que confío en ti. Trabajas
duro para que salgamos adelante, incluso mi anciano padre te adora. Y ya sabes
cómo es con la gente.
Asentí con la cabeza. Era
cierto. Su padre, el señor Gaian, tenía un fuerte temperamento y se
encolerizaba con facilidad, salvo con su hija y, extrañamente, conmigo. Suponía
que veía en mí al hijo que nunca tuvo.
—No obstante —comenté—, ya
sabes cuál es mi postura y no la cambiaré. Esta festividad no nos ayudará a
tener un hijo. Ni creo…
Martha me puso un dedo en
los labios para callarme.
—Bern —dijo mirándome con
esos hermosos ojos avellana—, sé perfectamente que no eres creyente, que tu
trabajo como técnico en la central de energía te ha hecho escéptico a todo,
incluso a nuestras tradiciones más profundas. Recuerdo cómo llegaste en uno de
los barcos de metal a nuestra isla siendo un crío.
—Yo también me acuerdo,
cariño. Y de la niña con trenzas que eras.
—No cambies de tema —me
replicó—. Sé que tardasteis un tiempo tú y los demás supervivientes del
naufragio en adaptaros a nuestra sociedad. Pero, ya lo ves, todos os habéis
integrado perfectamente, contribuyendo a que prosperemos. Eso sí, la mayoría
trabajáis como tecnos en la fábrica o
en la central eléctrica; algo que no me sorprende.
—Eso no te lo discuto
—repuse.
—Entonces, Bern, ¿me va a
decir por qué estos dos últimos días ha empeorado tanto tu humor?
—Es imposible tener secretos
siendo tú tan perspicaz —respondí sonriente—. Si el Sumo Sacerdote lo
permitiese, te enseñaría lo que sé y apostaría a que serías una experta tecno.
—Lo dudo —replicó ocultando
entre sus manos la cara, avergonzada—. Todos tenemos nuestra función en la
sociedad. Nosotras nos encargamos de las tareas domésticas, los cultivos, el
cuidado de los ancianos…
—Sí, eso ya lo sé —le
interrumpí—. Pero antes de continuar con nuestra conversación, me gustaría
darme una ducha y, después, comer algo.
—Prepararé el desayuno
mientras te duchas, Bern.
—¿Has dejado agua caliente
en la cisterna?
—Compruébalo tú mismo
—respondió con una sonrisa burlona.
Tras
acabar de comer, me recosté en mi asiento. Martha acercó su silla de madera
hasta mí.
—Bueno,
¿qué ibas a contarme? —me preguntó.
—Verás.
¿Te acuerdas de cómo vine por la noche hace una semana a casa?
—Sí, borracho, ayudado por
tus compañeros tecnos. Venías
cantando alegremente, aunque tú eras el peor en estado. Por suerte, no
armasteis el suficiente alboroto para que los vecinos avisaran a la guardia.
—¡Exacto! —exclamé
señalándola.
—Pero a la mañana siguiente
no me dijiste el motivo de vuestra celebración.
—Logramos hacer que se
encendiera la antigua computadora de la central eléctrica —respondí.
—¿La que venía en el enorme
barco de metal?
—Y del que se sacó también
parte de los materiales para la central eléctrica, maquinaria, así como otros
instrumentos y herramientas.
—Continúa.
—Pues bien, hace dos noches,
pudimos acceder a su base de datos —tomé aire para seguir hablando—. Estaba en
un idioma que sólo unos pocos comprendíamos, entre los que me incluía. Los tecnos somos buenos con las máquinas por
naturaleza, es innato, ya lo sabes. Pero la computadora se nos hacía algo
extraña.
—¿Por qué motivo?
—Es de origen militar,
anterior a la Gran Guerra.
—¡Oh! —exclamó Martha—.
¿Estás seguro? Se supone que ningún objeto anterior al conflicto, o como lo
denominan los religiosos “el Castigo Divino”, debería haber sobrevivido.
—Estúpidos ignorantes
—manifesté.
—Bern, por favor.
—Está bien —dije levantando
las manos.
—Y, ¿cómo puede ser posible
lo que has dicho?
—Porque, aparte de las
palabras específicas empleadas en lenguaje militar, la primera de las entradas
de su base de datos está fechada en cinco años justo antes del inicio del
primer ataque.
—Yo apenas recuerdo nada de
eso —comentó—, salvo lo que me contó mi padre: que un grupo de naciones luchó
por los recursos del planeta y cómo para ello casi lo destruyeron todo.
—No es del todo cierto
—señalé—. Verás, lo que descubrimos fue algo que nos desconcertó. Según la
información que hemos descifrado, justo en la primera entrada del registro, se
acordó un plan para controlar la población a escala global.
—¿Controlarla? —preguntó
sorprendida—. ¿Acaso los Antiguos no tenían reyes ni quien les gobernara?
—Sí que tenían —respondí—.
Pero no me refiero al dominio o mando como tal; sino a la regulación estricta de
la natalidad para que no aumentara la población.
—¿Quieres decir que
planearon que la gente no tuviera hijos?
—Así es —contesté
asintiendo—. Parece ser que la guerra por los recursos que se libró hará ya
treinta años, se debió en gran parte a que había demasiada gente en el planeta.
Tanta, que no se podía dar alimento ni cobijo a todos.
—¡Eso es espantoso!
—Lo sé —dije—. Por lo tanto,
parece ser que se adoptó, traduciendo literalmente lo que decía el archivo, la
“estrategia contra-malthusiana”.
Ignoro el significado de esta última palabra. Lo que sí sabemos que significa
es que se llevó a cabo un control biológico de todas las mujeres y hombres del
planeta. Es decir, la esterilización.
—Pero, eso quiere decir…
—En efecto —le interrumpí—,
evitar que haya más nacimientos; aunque, no permanentemente, sino durante un
período de tiempo determinado.
Martha se llevó las manos a
la cabeza, angustiada.
—La Festividad —murmuró—, el
castigo de Dios, la Fe…
—Nada de eso tiene sentido
ahora —sentencié—. Que no podamos tener hijos no es por un capricho de ese
supuesto Dios, ni tampoco porque los sacerdotes así lo quieran. Fue culpa de
los Antiguos, para evitar una guerra a escala mundial, que a pesar de todo sí ocurrió.
—¿Quién más sabe todo esto?
—me preguntó mientras me agarraba por el brazo.
—Sólo mi compañero,
Alexandrus y yo, así como mis ayudantes. Son de fiar.
—Alexandrus —repitió—. ¿No es
su hermano capitán de la guardia real?
Asentí.
—Como se lo haya comentado a
alguien de la corte, o algún sacerdote, ¡estaremos perdidos!
—Tranquila —contesté
mientras le acariciaba la cara—. Son buenas personas, leales al rey, no al Sumo
Sacerdote. Yo confío en ellos.
—Está bien —dijo. Su
respiración se volvió algo más pausada.
Unos golpes resonaron en el
pasillo. Llamaban a la puerta.
—¡Abran a la guardia!
—gritaron.
Martha se quedó petrificada.
Yo me levanté de la silla y fui raudo a atenderles.
Quité los cerrojos.
—¿Qué ocurre? —pregunté
mientras abría la puerta.
—Hola, Bernardyn —saludó
Sammos, el hermano de Alexandrus. Estaba acompañado de dos sacro-guardias—. Por
orden del Sumo Sacerdote, tenemos que escoltarte ante él para tratar ciertos
asuntos de vital importancia.
—Está bien —respondí
mientras me metía para adentro—. Pero antes, permita que coja mi bolsa de
trabajo.
—Eso no será necesario
—respondió uno de los sacro-guardias.
En un instante, cayeron al
suelo. Sangraban por detrás del cuello.
—¿Qué es lo que pasa?
—preguntó desde la puerta de la cocina Martha.
Me apresuré hacia ella para
evitar que gritara. Se asustó al ver los dos cuerpos.
Sammos entró y cerró la
puerta principal. Se dirigió directamente a la pila. Abrió el grifo y lavó sus
cuchillos, quitándoles la sangre quedaba.
—Perdona que haya ensuciado
así tu casa —dijo Sammos.
Yo tenía a Martha entre mis
brazos, su cabeza apoyada dentro de mi pecho. Lloraba débilmente.
—Necesito que me expliques
que está pasando —ordené a Sammos.
—Alexandrus me lo ha contado
todo —respondió—. Lo de la computadora, la guerra y el motivo de por qué no
podremos tener hijos. Supuse también que alguien de tus subalternos se iría de
la lengua e iría a algún sacerdote a contárselo, a la espera de alguna
recompensa por desvelar vuestra traición a la Fe.
—Y acertaste —señalé.
—Mi instinto rara vez ha
fallado —dijo mientras se guardaba sus cuchillos. Se quitó el fusil láser que
llevaba colgado y lo dejó sobre la mesa. Una de las muchas armas que se
encontraron en el barco—. Llevamos un tiempo detrás de los sacro-guardias,
leales al Sumo Sacerdote y obedientes ciegos de la Fe. Mis espías dentro de los
templos descubrieron una conspiración: el sumo sacerdote pretende derrocar al
gobierno real, acusarle de traición a la Fe y disparates similares.
—Y los datos hallados en la
computadora serían la excusa perfecta —añadí.
—Cierto —afirmó—.
Desacreditaría por completo a los tecnos
leales al rey, incluidos tú y mi hermano. Mi deber como capitán de la guardia
real es defender al rey y a sus ciudadanos de
cualquier amenaza, externa o interna. Y si los sacerdotes quieren provocar una
sublevación, ello provocaría una guerra civil.
—Son unos monstruos —dijo
Martha apartándose de mí—. Nos han estado controlando desde el principio. Estoy
segura que el Sumo Sacerdote y sus acólitos se asentaron en la isla para
escapar de la guerra, pero al verse sorprendidos por la avalancha de refugiados
y el caos acompañante, tuvieron que hacer algo. Qué mejor que la religión para
controlarnos, tenernos a raya y que no sobrepasáramos el límite de personas que
la isla podía sustentar. Pues ya sabían por qué empezó la Gran Guerra. El
control de los recursos…
—Sin embargo —le
interrumpí—, lo que no sabían es que ya estábamos bajo control desde justo
antes del inicio del conflicto. Nuestra especie superó hace mucho tiempo el
límite y los Antiguos tuvieron que frenar drásticamente el incremento
poblacional.
—Eso ahora ya da igual —dijo
Sammos—. Por lo que me ha dicho mi hermano y según lo que sacasteis de la
computadora, la infertilidad es temporal, puede que no este año; a lo mejor en
veinte o cincuenta años vuelve a haber niños. No
importa. Lo que sí que debéis hacer ahora es recoger vuestras cosas, sólo lo
imprescindible.
—¿Por qué? —balbuceó Martha.
—Debemos huir —respondí.
—Es verdad —contestó
Sammos—. No creo que los sacerdotes tarden mucho en enviar a su guardia
personal a por vosotros y a por los demás tecnos.
—Y, ¿a dónde iremos? ¿Qué va
a ser de nosotros? —preguntó alterada Martha.
—No os preocupéis —respondió
Sammos, recogió el arma de la mesa—. Mis hombres os acompañarán hasta el puerto
oeste. Allí estarán esperando en un gran barco a velas mi hermano, su mujer y
mi tío, junto a algunos muchachos y algunos tecnos
leales, y mujeres no comprometidas, claro. Formaréis parte de una expedición,
para investigar el viejo continente, bajo aprobación real. Iban a partir la
semana que viene, pero ya que hoy hace tan buen tiempo, habrá que aprovechar,
¿no?
—Pero…
—Tengo todo previsto —me
cortó—. Diré que os escapasteis, con la ayuda de alguien no identificado. Mis
soldados vendrán enseguida, y me atarán. Dejaremos pruebas falsas de que aquí
ha habido una lucha. Todo está bien planeado.
—De acuerdo —dije—. No sé
cómo agradecértelo.
—Simplemente, cuida bien de
mi familia y los demás. Mientras, intentaré evitar que se produzca cualquier
alzamiento contra el gobierno real.
El viaje duró más meses de
los previstos. Nos pilló una fuerte tormenta por el camino. Sin embargo,
gracias a la tripulación del barco logramos llegar sanos y salvos a tierra
firme.
Durante los primeros días
establecimos un campamento, habíamos traído parte de la maquinaria e
instrumental de la fábrica y la central para que pudiéramos llevar una buena
vida. La computadora también viajó con nosotros. Entre Alexandrus y yo
conseguimos, mediante unos molinos de viento, cargar sus baterías y que pudiera
funcionar durante períodos no muy largos. Durante esos ratos, seguíamos
analizando los datos que tenía almacenado. Puede que nos fueran útiles para
nuestra futura colonia, para no repetir los errores del pasado.
Ignoramos qué pasó en la
isla, en nuestro antiguo hogar. Se propuso en alguna ocasión usar parte del
barco que no había sido empleado en el asentamiento, para fabricar alguna
embarcación. La mayoría se opuso, por temor a que, si el Sumo Sacerdote había
ascendido al poder, nos mandarían ejecutar a todos por traición. Nos olvidamos
de esa idea para siempre.
Hoy cumplimos ya tres años
en el continente. Desde la ventana de la cocina de nuestro nuevo hogar, en lo
alto de la colina, contemplé cómo el sol ilumina el mar azul, cómo los primeros
rayos del día iban despertando a mis conciudadanos de nuestra nueva sociedad.
Un llanto de bebé me sacó de
mis pensamientos.
Me dirigí, haciendo el menor
ruido posible, a nuestro dormitorio. Ahí estaba mi esposa, recostada en la
cama, dándole el pecho a nuestro hijo.
Finalmente, la vida volvía a
su curso natural.
Nota: con este texto participé en el “Proyecto Lanzadera” - Relato corto, del Ayuntamiento de Madrid, a finales del año 2016. Lo publico aquí para que lo lea quien quiera.
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