Al
final lo hice. Estaba harto de tanta monotonía, del acero, cristal y hormigón.
Cuando el director me dio el visto bueno, sentí un gran alivio. Lo había estado
posponiendo desde hace años. No lo necesitaba cuando me llegó mi turno, así que
se lo cedí a otro compañero. Sin embargo, el año pasado ya no podía más, el
estrés me comía por dentro. Había tenido algunos problemas familiares y
laborales que lo agravaron aun más. Así que, cuando fui al psiquiatra me
recomendó que me tomara unas vacaciones. Unas largas vacaciones.
Me
concedieron un año sabático para alejarme de las clases. Para descansar y estar
a gusto elegí un pequeño pueblo del norte del país. Se encontraba cerca de las
montañas, con un gran bosque a su alrededor.
¿Por
qué elegí ese pueblo? El Bosque de la Ladera era su nombre, no era muy
original, pero resumía bastante bien su geografía. Era un pueblo levantado hace
cientos de años por leñadores y sus familias. Un gran bosque que se extendía
por toda la cordillera: hayas y robles en la parte inferior, abetos y otras
coníferas en la superior; aunque, debido a la deforestación, la mayoría de las
hayas y robles habían sido sustituidos por eucaliptos, de rápido crecimiento. Los
habitantes se establecieron allí gracias al río que bajaba desde el pico de la
montaña y a que estaba orientado hacia el sur, con lo cual los inviernos no
serían muy fríos. Agua y fuente de ingresos eran dos puntos a su favor. Cuando
la industria maderera empezó a flojear a mediados del siglo pasado, tuvieron
que cambiar su modelo económico. Turismo rural fue la respuesta. Abrieron
paradores y algunos hostales en el centro del pueblo y en las afueras del
mismo. Su paisaje atraía en las vacaciones a no muchas personas, pero las
suficientes como para mantenerlo vivo. Además, habían establecido algunos
campos de cultivo y zonas de ganadería, al final de la ladera, para
complementar su economía.
Sin embargo, este año, a causa de la grave
crisis económica, poca gente se iba de vacaciones, y los afortunados preferían
irse a las costas. Así que podría decirse que he tenido suerte en elegir mi
destino. En teoría me dedicaría a estudiar a mi ritmo el ecosistema del bosque,
su flora y su fauna. Luego le pasaría los datos a mis compañeros de la
universidad y que hicieran ellos los informes. Yo iba a ir de observador.
Bueno, eso por las mañanas; por las tardes, descansaría, leyendo alguno de los
numerosos libros que me había traído conmigo o, simplemente, contemplando el
paisaje.
Realicé un viaje de más de siete horas en
mi vehículo, un todoterreno de segunda mano comprado ex profeso para mis
vacaciones. Me paré varias veces por el camino, en ocasiones para consultar el
mapa y no desviarme de la ruta.
Llegué
la segunda semana de septiembre. No quise retrasar mucho mi viaje. En la
primera hice los preparativos del mismo y me despedí de mis compañeros del
departamento. No los volvería a ver en un año, si todo iba bien. Por supuesto
que, estaría en contacto con ellos a través del teléfono e Internet. Pero bien
sabían que no me conectaría muy a menudo. Mi psiquiatra así me lo recomendó.
¿Quién era yo para contradecirle?
La
casa donde me iba a alojar durante el resto del año se encontraba a las afueras
del pueblo, cerca del bosque. En coche no se tardaba ni quince minutos en ir al
centro rural. En temporada alta, solían alquilarla diferentes familias para
hospedarse durante sus vacaciones. En mi caso, la usaría durante un año, hasta
el inicio del próximo curso académico.
Cuando
llegué y aparqué mi todoterreno frente a la
casa, pude contemplarla con mayor detalle. Las fotos que me enseñaron, en esta
ocasión, eran sinceras. Presentaba un aspecto típico de casa rural, de pueblo.
Sin embargo, al echar un vistazo a la finca pude comprobar que era parte de su
atractivo turístico, ya que todo lo demás había sido actualizado acorde a las
necesidades de la familia contemporánea, contaba incluso con una antena
parabólica. Es casi imposible desconectar de la civilización. No obstante,
decidí quedarme, ya que había pagado con mi sueldo y parte de mis ahorros el
alquiler de un año.
Llevaba más de una
semana instalado en la casa. Era de noche cuando me despertaron unos aullidos.
Miré mi reloj. Eran casi las cuatro de la madrugada. Me levanté de la cama y me
dirigí a la ventana de mi habitación. Corrí las cortinas y subí las persianas.
Sólo se discernían levemente algunos árboles. Mi cuarto daba justo al bosque.
El jardín trasero estaba separado de los árboles por un alto muro de ladrillos,
para evitar el paso a cualquier animal salvaje. La noche era cerrada, no había
luna alguna. Imposible distinguir algo. Encendí las luces que daban al jardín
trasero, había interruptores para encender y apagar luces por toda la casa. Se
iluminó una zona del bosque, aunque sólo conseguí ver algunos robles. Sin
embargo, no vi ningún animal ni nada moverse entre los árboles o la maleza.
Extrañado por los aullidos anteriormente escuchados, apagué las luces y me
acosté de nuevo. Tal vez fuera sólo un sueño, pues no volví a escucharlo en
toda la noche.
A la mañana siguiente me
dirigí temprano al centro del pueblo. Solía ir una vez por semana, para comprar
comida, suministros y demás cosas.
Cuando terminé de cargar
la compra en el todoterreno, me dirigí al bar del pueblo. Sentía curiosidad por
los lugareños, a quienes apenas había visto.
Mientras me tomaba un
café con leche se me acercó un hombre mayor.
—¡Buenas, señor
profesor! —dijo.
—Buenos días —respondí. Qué
rápido se propagan los chismes y cotilleos por estas zonas.
—¿Qué tal sus
vacaciones? —preguntó mientras se apoyaba en la barra. Se giró al camarero—.
Matías, ponme un café con un pincho de tortilla.
—¡En seguida, Pascual!
—respondió el camarero. Le sirvió rápidamente un plato con un pincho de
tortilla.
—Supongo que todo estará
muy tranquilo allá arriba, ¿verdad, profesor? —comentó Tomás a la vez que le
hincaba el diente a su tentempié.
—Pues sí y, por favor,
llámeme Fausto —respondí con una sonrisa.
—Claro, como usted mande
—contestó alegremente.
Estuvimos charlando unos
minutos, de cosas del campo y el pueblo sin entrar en detalles personales.
Cuando íbamos por nuestro segundo café le pregunté algo a Pascual.
—¿Sabes si por un casual
hay lobos en estos bosques?
—¿Lobos? —me miró con
cierto asombro—. ¿En esa zona? No, imposible. No se han visto esos animales por
estas tierras desde hace cien años.
—¿Está seguro?
—Completamente —contestó
Pascual con firmeza—. Mi padre, en su juventud, fue de los últimos en este
pueblo en ver a un lobo. Se fueron todos hacia el este.
—¿Crees que es posible
que hayan vuelto?
—¿Volver? No, aquí no
tienen presas que cazar, ni conejos ni ciervos ni nada de eso.
—Ya veo…
—A todo esto, ¿por qué
me preguntas eso? —me pregunta extrañado.
—Verás —comencé—, es que
anoche oí unos aullidos en el bosque, cerca de mi casa. Pensé que podría haber
sido un lobo o un perro salvaje. No sé no estoy muy seguro.
—¿Volviste a escuchar
los aullidos?
—No. En toda la noche.
—Tal vez fuera un sueño.
Porque lobos ya te aseguro yo que no.
—Quizá tengas razón.
Finalizado mi café,
pagué la cuenta, me despedí de Pascual y los otros clientes del bar para volver
a casa.
Conduciendo de regreso,
le estuve dando vueltas a lo que habíamos hablado. Si un lobo no era lo que
escuché anoche, ¿sería un perro salvaje? Puede que sea eso, o bien, no fuera
más que un sueño.
Esa misma noche, absorto
en la lectura en el sofá del salón, escuché un aullido que desgarró el silencio
de la noche. No era como el de la pasada. Parecía un grito de desesperación,
como una llamada de auxilio. ¿Qué clase de animal emitiría semejante alarido de
dolor y cuál sería el motivo? Dejé el libro en el sofá ipso facto. Tenía que averiguar el origen del aullido.
Tomé una linterna de la
cocina y me encaminé hacia la puerta, no sin antes haber encendido los focos
del patio trasero.
Me encontraba justo
detrás del muro del patio. Los árboles proyectaban largas sombras tras ellos.
Intentar distinguir algo, aparte de la maleza que había por el lugar, era harto
difícil. Esta zona del bosque no era muy turística, podría decirse. Estaba algo
más descuidada.
Otra vez ese aullido
resonó en las profundidades del bosque. Algo se movió entre las ramas de un
roble. Di unos pasos hacia el árbol y
enfoqué la linterna. Un mochuelo. Volvió la cabeza, cegado por el resplandor y
voló lejos del lugar. Seguramente le asusté.
Empecé a caminar hacia
el interior del bosque, convencido de que lo que había oído merecía mi
atención.
—¡Hola! —grité un par de
veces—. ¿Hay alguien ahí?
Lo preguntaba como si
esperara obtener una respuesta del animal. Parecía ridículo. Me voy de
vacaciones a un pueblo de la montaña, para relajarme y desestresarme. Y, ¿qué
hago? Justo oigo los aullidos, me interno en el bosque para hallar su
origen. A saber qué es lo que encuentro.
Unos gemidos lastimeros
llegaron a mis oídos olvidando todo miedo posible. Ningún animal salvaje los
podía producir. Reconocía ese sonido.
Mis sospechas quedaron
confirmadas cuando lo localicé atado a un árbol. Era un perro. Su oscuro pelaje
iluminado por mi linterna exponía a la vista heridas, donde la sangre seca las
cubría. La cola estaba metida entre sus cuartos traseros. Su rostro era una
mezcla de miedo y dolor. No sabría cómo describirlo con exactitud, pues sólo
sentía lástima por el pobre animal. Y odio por quien le haya causado tanto
sufrimiento.
Me acerqué
cautelosamente hacia el perro. Una gruesa cuerda lo mantenía sujeto por el
cuello. Tenía el cuello ensangrentado, había intentado escapar estirando; pero,
ello sólo le dañaba aún más. Se le notaba nervioso por mi presencia. Me
enseñaba los dientes en señal de defensa. Estaba asustado, aunque parecía que
quería pelear.
Ladró fuertemente. Del
susto casi se me cae la linterna. La apoyé en una rama de un árbol cercano,
para poder alumbrarnos. Algunas de mis palabras de cariño, con voz suave parece
que le calmaron un poco.
Tenía que cortar la
cuerda, si el perro seguía tirando de ella acabaría desollándose la piel.
Busqué por el suelo una piedra con canto. Cogí una y empece a golpear la cuerda
que rodeaba el tronco. Era muy gruesa,
pero no cesé hasta que conseguí cortarla lo suficiente para que al tirar de
ella con todas mis fuerzas acabara rompiéndose.
Pensé que el perro
saldría corriendo, huyendo de allí. No fue así. Se quedó ahí. Mirándome. Con la
cabeza gacha. Parecía sereno. No le veía agitado. Supongo que al haberle
liberado me habría ganado su favor.
No era muy grande, tal
vez fuera joven. Su aspecto se me asemejaba al de un perro-lobo. Estaba
demasiado sucio y herido. Pero no parecía cansado.
Mientras recogía la linterna
me preguntaba qué iba a hacer con él. Decidí que lo mejor sería que esta noche
cuidara de él, quedándose conmigo. Mañana lo llevaría al pueblo e informaría a
la Guardia Civil de lo ocurrido.
Conseguí que me siguiera
de vuelta a mi casa. Me llevó un rato largo, pero al menos no estaría a la
intemperie esa noche. Una vez dentro, en la cocina, le puse un cuenco de agua.
Ocupado en calmar su sed no se percató de que le corté la soga que tenía aún en
el cuello. Tenía el cuello con la piel enrojecida por la sangre. Comprobé que
no sangraba por ninguna de sus otras heridas. Parecía estar bien, dentro de lo
que cabría esperar.
Fui al baño, abrí el
botiquín y cogí agua oxigenada, gasas, pomadas y vendas. Fue difícil, no se
estaba quieto. Sabía que le escocía bastante, pero tenía que tratarle lo mejor
posible las heridas, para evitar que se le infectasen. Al final, se calmó y me
dejó actuar.
Miré mi reloj. Eran casi
las doce menos cuarto. Creo que iba siendo hora de que nos acostáramos. Fui a
por unas mantas, para que sirvieran a modo de cama. Las puse en el suelo.
Mientras las colocaba y las extendía, el perro me miraba extrañado, se
preguntaría qué estaba haciendo. Le indiqué que se echara sobre ellas. Tenía
que descansar y reponerse. Se tumbó, y se hizo un ovillo entre las mantas. Le
acaricié detrás de las orejas. Pobre, ha debido sufrir tanto en su corta vida.
Nadie se merece eso.
Apagué las luces y me
esperé en un sillón hasta que se quedó dormido.
La luz de la mañana me
despertó, recostado en mi asiento. Parece que me quedé traspuesto y no me fui a
la cama. Comprobé cómo estaba el perro. Seguía tumbado, tranquilo y dormido. Me
fijé en sus patas delanteras, eran oscuras como el resto del cuerpo, con
algunas manchas marrones y, lo que me llamó la atención, es que se tornaban en
sus extremos de un tono blanquecino. Parecía que llevaba puestos unos
calcetines.
Comprobé que no se
hubiera arrancado ningún apósito. Le iba a llevar al pueblo. Allí esperaba que
el veterinario de los ganaderos le tratase mejor.
Le cogí en brazos,
envuelto en la manta, y le llevé hasta el asiento trasero del todoterreno.
Durante el viaje no se movió mucho en su asiento. Parecía tranquilo.
—¡Vaya estropicio que le
han hecho al pobre animal! —exclamó el veterinario en la clínica.
—Pero, ¿se pondrá bien?
—pregunté preocupado.
—Sí, claro —respondió
mientras examinaba con detalle al perro—. Unas curas y cuidados durante unos
días y volverá a estar como nuevo.
—Menos mal —contesté
aliviado.
—La verdad es que me
sorprende que alguien haya sido capaz de abandonarlo en el bosque y —hace una
pausa al examinarle la cabeza—, parece que han abusado de él. Tiene
traumatismos en la cabeza. No le han abierto el cráneo por poco.
—Es terrible.
—Sí. Pero, lo que ha
hecho usted por él es digno de admiración.
—Cualquiera hubiera
hecho lo mismo.
—No estoy tan seguro.
—¿Por qué dice eso?
—No podía simplemente ignorarlo. No me parecía lo correcto en aquél momento.
—Y ha hecho bien
—terminó de examinarle—. Dígame, ¿qué piensa a hacer?
—Pues ahora iba a
informar a la Guardia Civil de lo ocurrido.
—Eso ya lo imaginaba. Me
refería a, ¿qué hará con el perro? ¿Quiere quedárselo?
—¿Quedármelo? No lo
había pensado…
En realidad sí; pero, mi
preocupación por su salud y bienestar me habían hecho olvidarlo.
—Si quiere ser su nuevo
dueño —comentó el veterinario—, podríamos arreglarlo. Le acompañaría a hablar
con la Guardia Civil, atestiguaría que usted lo trajo y cuidó de él. Todo ello
facilitaría su adopción. Después, el chip, las vacunas y lo demás tras el
registro. ¿Le parece bien?
—Me parece fantástico
—respondí sonriente.
Eran casi las seis de la
tarde. Socken ya tenía un nombre y un dueño. Nos encontrábamos en el salón. Le
había comprado un arnés en vez de un collar, y el veterinario le había puesto
un cono para evitar que se mordiera las heridas. Tendría que llevarlo puesto
unos días, hasta que sanasen por completo.
Los días pasaban
tranquilamente, se iba recuperando de sus heridas. Comía bien, jugaba. Se le
veía feliz. Una vez a la semana íbamos al veterinario para hacerle un chequeo y
comprobar que todo iba bien.
No sólo él mejoró,
también mi estado anímico, mi humor. Ya no sufría jaquecas tan a menudo. Mis
vacaciones habían tenido un efecto muy beneficioso en mi salud. Y se lo debía
en gran parte a mi perro.
A mediados de noviembre,
me presenté con Socken en mi departamento de la universidad. Para contarles de
primera mano lo acontecido.
El primero en salir de
su despacho a saludarme fue el director. Tras intercambiar unas palabras, se
agachó para acariciar a mi perro.
—¿Dónde dijiste que lo
encontraste? —me preguntó—. Ahora mismo no lo recuerdo, ¿en el pueblo?
—Lo encontré en el
bosque.
Nota: Envié este relato que acabáis de leer para participar en el IV Concurso de relatos breves “Hablemos de animales” de la Biblioteca de la Facultad de Veterinaria de la UCM, donde obtuvo el 2º puesto.
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