viernes, 23 de mayo de 2014

Escape de la prisión

    Estoy apresado con gruesas cadenas de acero que me inmovilizan. En una oscura y fría celda me tienen retenido, sin posibilidad de escapar.
   ¿Por qué aún sigo con vida? El enemigo no suele hacer prisioneros de guerra. Tal vez pronto me ejecuten. Nos quieren a todos muertos.
   ¿Cuándo y cómo empezó esta guerra? Lo recuerdo perfectamente. Todo comenzó en los primeros meses de 2039, con unos cambios políticos a gran escala. Se promulgaron unas leyes en todos los países del mundo civilizado. No nos lo esperábamos. Los grandes dirigentes políticos y altos cargos militares no tenían interés en la prosperidad y seguridad de las personas a las que debían servir. Al contrario, sus nuevas leyes fueron impuestas con mano de hierro.
  Control ciudadano, abolición de las libertades individuales, ilegalizar los embarazos naturales aleatorios sin control sanitario, incremento de los impuestos en todos los sectores, aumento en la producción de armamento… Todo ello nos hacía sospechar —sólo a unos pocos, por desgracia— que se avecinaba una nueva gran guerra. Mas, ¿contra quién? ¡Ah! Si la gente nos hubiera hecho caso en ese momento, podríamos haberles hecho frente y no haber sido casi diezmados. Pero el escepticismo y la resignación en aquel entonces predominaban.
   Fue triste —patético dirían algunos— ver cómo el control de los medios informativos oficiales cegó a la inmensa mayoría de la población. Tanto que no se dieron cuenta de lo que en realidad sucedía, hasta que fue muy tarde. Los soldados entraron en los supuestos seguros hogares de los ciudadanos y los sacaban a la calle. Eran o bien ejecutados allí mismo o, si veían que podían serles útiles, enviados a fábricas o a campos de concentración.
    La Historia volvía a repetirse.
  El enemigo había aprendido de nosotros todo lo que le habíamos enseñado. Lo que no les habíamos mostrado, lo estudiaron por cuenta propia. Fueron más listos que nosotros. Nos engañaron. Les subestimamos y, lamentablemente, fue un grave error.


    Se ilumina de color rojo mi celda. Puedo distinguir como mis ataduras de metal están sujetas a la pared de cemento por un mecanismo electrónico. El pequeño cuarto en el que me hallo no tiene más que un colchón con una deshilachada manta, rejillas de ventilación y una puerta metálica sin picaporte o cerradura.
    Suena un pitido. Las argollas que rodeaban mis brazos y piernas se abren. Estoy libre pero, ¿cómo es posible? ¿Habrá habido un fallo en el mecanismo de seguridad? ¿Será una estratagema de mis captores? No entiendo nada. Ellos nunca cometen fallos. Actúan con precisión matemática. Antes de la guerra, nos alegrábamos de que fuera así; pues confiábamos y delegábamos en ellos gran parte de nuestras tareas más duras y complicadas. En cierto modo, nosotros somos los responsables de lo que ha pasado.
    La luz blanca sustituye a la roja, bañando toda la habitación, eliminando cualquier sombra que hubiera. Oigo otro pitido, proveniente de la puerta. Se está abriendo, es una puerta corredera y va muy despacio. Me aproximo lentamente, para intentar asomarme a ver qué hay al otro lado.
    Como si alguien me hubiese leído el pensamiento, veo por el hueco unos ojos.
   —¡Tranquilo! —dice la voz que está  al otro lado—. Enseguida te sacaré de ahí dentro. La puerta tiene un mecanismo retardante, para evitar que el recluso se precipite a ella.
   No entendía nada. ¿Cómo era posible que hubiera una persona en aquel lugar? ¿Cómo ha sobrevivido? Tenía tantas preguntas que hacerle.
    —¿Quién eres? —pregunto—. ¿Cómo has logrado llegar hasta aquí?
    —Me llamo David Hessel, soy un prisionero.
    La puerta se abre por completo. Observo a David. Lleva puesto el mismo uniforme que yo, el mono naranja de los prisioneros, aunque más sucio que el mío.
    —¿Cómo te has escapado de tu celda? —le pregunto.
   —Ni idea —contesta encogiéndose de hombros—. Mi celda se puso roja y las cadenas se soltaron, luego la puerta se abrió y he estado andando por este pasillo. Hasta que oí otro pitido.
    —El de mi celda.
    —Sí. Supuse que podría estar pasando lo mismo. Así que me acerqué a echar un vistazo.
    —Me alegra ver un rostro humano después de tanto tiempo.
    —Y a mí, esto…
    —¡Oh! Perdóname —digo mientras le doy la mano a modo de saludo—. Me llamo Jack Miller.
    Me la estrecha con fuerza.
    —Encantado, Jack. Y, ahora, ¿qué tal si salimos de esta prisión?
    —Estoy de acuerdo.
   Caminamos por los largos pasillos de metal, mal iluminados. Sentimos un gran temblor. Las luces parpadean. Miro a David.
    —¿Crees que será La Resistencia? ¿Habrán venido a rescatarnos? —me pregunta.
    —Es muy posible —contesto—. No querrán perder a un teniente dentro de una prisión.
    —¿Eres un teniente? —me pregunta David sorprendido.
   —En efecto —contesto con una sonrisa—. Teniente Jack Miller del Sexto Batallón de los Rangers, Ejército de los Estados Unidos.
    —¡Vaya! Eres un oficial del ejército, ¿eh?
    —Bueno, ése era mi puesto anterior.
    —Entiendo.
    —Ahora, sigo conservando mi rango de teniente. Aunque nuestras fuerzas armadas se han visto reducidas a unos límites drásticos, incluso más de lo que te imaginas.
   Todo el mundo lo sabía. Antes de la guerra, la mayoría de nuestros ejércitos lo formaban máquinas de combate: robots. ¿Para qué poner en peligro la vida de un hombre pudiendo usar una máquina mucho más eficiente? Cuando todo empezó a cambiar, antes de los primeros bombardeos, antes siquiera de las primeras confrontaciones, nos dimos cuenta de que los robots empezaron a comportarse de manera extraña. No parecía nada preocupante. Hasta que los androides de combate se rebelaron contra los superiores humanos. Allí podría decirse que fueron las primeras muertes. Sucedió en todos los países que contaban con ejércitos droides, es decir, la mayoría. Las noticias no dieron cuenta de ello, obviamente estaban siendo manipuladas. Las máquinas habían tomado el control de todo aparato conectado a la red de forma instantánea. El primer mes apenas se pudo luchar, sólo huir y esconderse. Había que hacerlo, si queríamos luego reorganizarnos y plantarles cara.
    Otro temblor. Cae polvo del techo, una tubería se suelta de la pared. Las luces se apagan a intervalos intermitentes.
     —Tenemos que salir de aquí —comento.
   —Sí, es posible que intenten rescatarle a usted y a los demás prisioneros. Pero para entrar en esta fortaleza a sus hombres les será preciso bombardear la zona de la superficie.
    —Vamos, David —le digo—. Saldremos de ésta. Sígueme, conozco este pasillo. Por aquí se va a la sala de calderas.
   David me obedece y me sigue muy cerca. Ya había ido antes a las calderas, junto con otros prisioneros, para tareas de mantenimiento bajo la supervisión de los androides.
    Me detuve en seco.
    —¿Qué le pasa, teniente Miller? —me pregunta David.
    —Los prisioneros —contesto—, debemos rescatarlos.
    —Miller, ¿no lo sabes? —me pregunta consternado mirando al suelo.
    —¿Qué intentas decirme?
    —¿Cuánto tiempo has estado encerrado? Quiero decir, sin salir al patio.
   —No lo sé —respondo—. Creo que unos cuatro días, si contamos que cada almuerzo era una vez al día.
    —Entonces, me temo que tengo que darle una mala noticia, teniente.
    —¿Cuál? ¿De qué se trata?
   —Ayer, mientras estaba durmiendo, unos gritos provenientes de las celdas contiguas me despertaron. Los androides se llevaron a los demás reclusos. Pero no oí que los volvieran a traer a sus celdas.
    Cierro los puños con fuerza y doy un golpe a la pared. David me pone la mano en el hombro.
   —Cuando la puerta de mi celda se abrió —continúa—, miré en los demás pabellones. No había otra puerta abierta. Grité preguntando si había alguien. No obtuve respuesta alguna.
   —Esas malditas máquinas, seguramente se los llevaron a las fábricas que hay detrás de las montañas.
    Me giro, recorro su cuerpo con mi mirada.
    —¿Por qué no te llevaron a ti también? —le pregunto.
   —Eso quisiera saber yo —responde con la cabeza baja. Es obvio que está apenado por la desdicha de sus camaradas—. Y, también, ¿quién nos ha abierto las puertas de las celdas?
     —Tal vez, La Resistencia sea la causante de eso —comento con la mano en la barbilla.
     —¿Cómo es posible?
    —Tenemos entre nosotros muy buenos informáticos. Es muy probable que piratearan el sistema operativo de la prisión. Una vez que accedieron a él, buscaron a los prisioneros, entre los que me encontraba, y abrieron las puertas.
    —Pues tendremos que darnos prisa en escapar de aquí. Antes de que todo quede reducido a escombros.
    Tiene razón. Las sacudidas están aumentando de frecuencia. La superficie debe ser un maldito infierno.
    Avanzamos por los pasillos. Subimos rampas. Tropezamos más de una vez con cascotes, placas de metal y tuberías. Por si nos encontráramos con algún androide nos armamos con unas pesadas tuberías a modo de bate. No serán muy útiles contra las armas de fuego, pero si les sorprendemos de cerca, podremos reventar su cráneo cibernético.
    Nos paramos frente a una gran puerta blindada. Es el cuarto de las calderas. No pasamos, pues ése no es nuestro objetivo, sino la puerta de la izquierda. Ésta da a una sala de seguridad. Allí puede que encontremos algún modo de comunicarnos con el exterior, los planos de la prisión, armas o cualquier cosa que nos sea provechosa.
   Miro a David a los ojos. Me llevo un dedo a los labios para que guarde silencio. Asiente despacio. Nos vamos acercando muy lentamente a la puerta. Nuestros sentidos se agudizan al máximo, atentos a cualquier peligro. Suena un pitido. La puerta se va a abrir.
     —¡Ahora!—grito—. ¡Dale con todas tus fuerzas!
   Nos abalanzamos sobre dos androides de seguridad. Les golpeamos fuertemente con las tuberías en sus cabezas. No tienen tiempo de disparar sus armas ni mucho menos defenderse. No se lo esperaban. No habían calculado la posibilidad de que hubiesen pirateado parte del sistema operativo de la prisión. Estaban programados sólo para defenderse de ataques externos.
     —No son tan perfectos estos hojalatas —dice David observando los androides caídos. 
    —Hemos tenido suerte —digo—. Si llegan a dar la alarma, enviarían a sus tropas aquí dentro. No habríamos tenido ninguna posibilidad.
    —Por suerte, nuestros muchachos están dándoles lo suyo ahí fuera.
    Sonrío. Puede que por una vez tengamos suerte. Recogemos sus armas, unos rifles automáticos de munición perforante, perfectos para matar humanos y androides convencionales.
       Entramos en la sala de seguridad. Sólo hay unos monitores que muestran imágenes de las celdas vacías y los pabellones. David empieza a toquitear los paneles de control, pulsando botones al azar aparentemente.
     —Antes de la guerra —me comenta antes de que le diga nada—, trabajaba en la TransVideo News, la corporación que englobó hace unos cuantos años la mayoría de los medios de comunicación.
      —¿Eras periodista?
   —No —contesta con una sonrisa—. Era técnico-operador en los estudios. No todo estaba tan informatizado como se pensaba. Había cosas que aún tenían que ser supervisadas por personas de verdad.
     —Ya veo —digo. Mientras, sigue manipulando los controles—. Entonces, ¿sabes lo que estás haciendo? A ver si vas a saltar la alarma...
     —¡Ya está! —me interrumpe señalando una pantalla—. Mira. Ahí están los planos de la prisión. Estamos en el nivel menos dos. Tenemos que llegar al cero, la superficie.
     —Buen trabajo.
     —Gracias —responde con la cabeza baja—. Quizá por eso seguía con vida. Aún podía serles útil a esos hojalatas.
      —Cuando salgamos de esta, te conseguiré un puesto en el centro de mando.
      —Eso sería fantástico.
      —Una cosa, ¿podrías poner en pantalla lo que pasa en superficie?
      —No será complicado. Si todavía hay cámaras transmitiendo.
     Toca otra serie de botones y gira unas ruedas. En uno de los monitores se muestran todas las imágenes de las cámaras de vídeo. La mayoría están en negro. Unas pocas con unas imágenes borrosas e indefinidas. Pero hay una en la que se ve bastante bien como para distinguir lo que ocurre. David amplia la imagen y ahora ocupa toda la pantalla. Los androides de combate se encuentran tras unas barricadas, disparando a unas aeronaves. Son de La Resistencia. El bombardeo parece que ha cesado y se preparan para un asalto. Debemos darnos prisa y salir de aquí cuanto antes, o el rescate se convertirá en una catástrofe.
      —Miller, eche un vistazo a esto.
      Me acerco a donde está David. Sostiene una pequeña caja metálica, de la que sale un cable. Éste se conecta al puerto de acceso del ordenador central.
      —¿Qué puede ser? —le pregunto.
     —Estoy seguro que es alguna clase de disco duro externo —responde—. Aunque éste no es de la misma clase que yo usaba en el trabajo, tiene algunas semejanzas.
    —Los androides que hemos neutralizado —comento—, es posible que lo estuvieran protegiendo.
    —Eso, mi querido teniente, es lo que hacían —contesta David mientras manipula unos botones—. Estaban haciendo una copia de seguridad de todos los datos que había en el ordenador central de la prisión. Seguramente detectaron el ataque en su sistema operativo. Concluyeron que queríamos robarles los datos.
      —Es posible.
     —No —dice señalando un pequeño monitor encima de la consola—. Mire, eso es una orden que tenían programada en caso de ataque. Tenían todo previsto.
     —Excepto que dos reclusos huyeran y les machacasen.
     David se ríe. Desconecta el disco duro y me lo entrega.
     —Tenga, teniente. Creo que usted podrá protegerlo mejor que yo.
     —De acuerdo.
    Me lo guardo dentro del mono. Echamos un último vistazo a los planos y salimos de la sala a paso ligero.
    Avanzamos rápidamente por los pasillos, no encontramos a ni un solo androide. Deben estar todos en la superficie.
    Cuando llegamos a la puerta de acceso al nivel cero, nos encontramos con una docena de androides apostados detrás de unos bloques de hormigón. Están esperando a que los soldados humanos derriben la puerta para acribillarles a tiros. No nos han visto, pues están de cara a la entrada. Los construyeron muy parecidos a nosotros. La idea era tener unos trabajadores lo más parecido externamente a los humanos, para que no nos asustasen. Supongo que a algún psicólogo se le ocurrió esa estúpida idea. Antes de que nos diéramos cuenta, ya habían tomado posiciones en los puestos de poder más importantes de gobiernos, ejércitos, empresas… Claro que, ¿cómo nos íbamos a dar cuenta si no eran más que copias de sus semejantes humanos? Lo habían planeado desde el día que les otorgamos consciencia y pensamiento autocrítico. Nunca debimos hacerlo. Fue una gran equivocación dotarles de una inteligencia superior a la nuestra.
    David me saca de mis pensamientos cogiéndome del hombro. Me hace señas para que le siga. Entramos en una habitación. Sólo hay unas mesas y sillas de metal. Una tenue luz ilumina la instancia.
    —¿Qué es esta habitación? —le pregunto en voz baja.
    —¿Nunca has estado aquí?
    —No. Cuando salíamos al patio íbamos por otro pasillo.
    —Ya veo. Supongo que a los militares les llevaban por otro sitio, para no mezclarlos con los civiles.
    Asiento. Compruebo el arma y me cercioro que no está encasquillada.
   —Aquí nos examinaban cuando volvíamos del patio—continúa David en voz baja. Me entrega su arma para que la revise—. Para evitar que nos lleváramos cualquier cosa que nos sirviera a modo de arma. Eran muy meticulosos.
    Le devuelvo su rifle. Ambos están en perfectas condiciones.
   —Bueno, ¿cuál es el plan? —le pregunto—. No podemos atacarles nosotros dos solos. No tenemos suficiente potencia de fuego. Puede que nos lleváramos a unos cuantos por delante. Pero enseguida acabarían con nosotros.
    —Tengo una idea —dice mientras se dirige a la puerta—. No abras la puerta. En cuanto hayan pasado de largo, dirígete a la salida.
    No pude detenerle. Sale corriendo en dirección a los androides. Oigo disparos y voces. Les está atrayendo. Actúa como cebo para que yo pueda escapar. Maldito loco. Imagino que él ya sospechaba que esto no acabaría bien. Por eso me dio el disco duro.
    Escucho como los androides corren en persecución de David. Salgo del cuarto. Continúo oyendo disparos a intervalos. Aún sigue con vida. En cuanto salga, haré que un pelotón le rescate. Nunca hay que dejar a nadie atrás.
    Me dirijo a la puerta. Asomo mi cabeza para echar un vistazo tras una esquina. Aún quedan tres androides. Están apostados, mirando a la pared. Siguen con su programación original.
    Pongo una rodilla en el suelo, pegado a la esquina, para exponer lo menos posible mi cuerpo. Apunto con cuidado. Disparo unas ráfagas rápidamente a los tres. No he perdido mi puntería, pues caen abatidos al suelo. Me levanto y avanzo hacia la puerta. Contemplo los cuerpos cibernéticos de los androides. Recojo otro rifle que me cuelgo al hombro y los cargadores de los otros dos.
     Suena un pitido. Una luz roja parpadea en el techo. La puerta comienza a temblar. Se está abriendo.
    Salgo al patio. Una aeronave de La Resistencia ha aterrizado. Los soldados están rematando a los androides que quedaban.
     Se me acerca un soldado.
     —¿Teniente Jack Miller? —me pregunta.
     —Soy yo —le respondo con un saludo militar. El soldado hace lo mismo.
     —Debemos irnos. Se aproxima un regimiento droide.
     —Pero, ¡aún hay un hombre ahí dentro! —grito señalando la puerta de la que he salido.
    —No podemos enviar un pelotón de rescate, señor —contesta cabizbajo—. ¿Era alguien importante?
    —No era uno de los nuestros, si es lo que me pregunta —le contesto—. Era otro prisionero.  Dio su vida por mí.
    —Nos aseguraremos que esos malditos robots lo pague caro. En los próximos días habrá una ofensiva contra una de las fábricas que hay en las montañas.
     Mientras nos encaminamos a la aeronave, me saco de dentro del mono el disco duro.
    —Aquí dentro hay información muy valiosa —le comento al soldado—. En cuanto estemos en la base, quiero que lo conecten a un ordenador. Tenemos que sacar todo lo que hay aquí dentro.
    —Así se hará, señor —me responde el soldado—. Al final, su rescate ha sido más productivo de lo que esperábamos.
     —El sacrificio de David no ha sido en vano—murmuro.
     —¿Cómo dice?
     —Que debemos partir cuanto antes —digo en voz alta. El ruido de los motores ahoga nuestras voces.
   El soldado asiente. Nos montamos en la aeronave. Los demás ya están ocupando sus asientos. Despegamos. Nos escolta otra aeronave de combate. Comunican por radio de nuestra situación y estado.  Nos marchamos a toda prisa de aquel lugar.


*        *        *

   En una sala, de un lugar no determinado, un grupo de androides, conectados entre sí por cables a un gran ordenador, están comentando los hechos anteriormente ocurridos.
    —Ha salido todo como estaba programado —comenta un androide.
   —Afirmativo —responde otro—. El humano Teniente Jack Miller ha escapado, llevándose consigo el disco duro que le entregó el humano David Hessel.
    —En cuanto lo conecten a sus ordenadores —empieza un tercero—, nos será transmitida la posición exacta de su base. En ese instante, nuestros bombarderos atacarán.
    —Afirmativo —responde el primero.
    —¿Cuál es el estado del humano David Hessel? —pregunta el segundo.
   —Ha sido capturado y enviado a las instalaciones médicas—contesta un cuarto androide, hasta ahora callado—. Se rindió en cuanto fue rodeado de los androides de seguridad en el nivel menos uno de la prisión.
   —Su procesador cerebral ha respondido bien a la situación —contesta el segundo—. Es nuestro mayor logro hasta la fecha. Manipular el cerebro humano para que actúe como un simple robot obrero.
   —Afirmativo —contesta el primero—. Pronto introduciremos procesadores en las cabezas de los demás prisioneros. En cuanto sean liberados, servirán como espías tras las líneas enemigas.
   —He estimado y calculado una serie de parámetros —comenta el tercero—. No se puede repetir la liberación de la misma manera. Comenzarían a sospechar. Los técnicos informáticos humanos no encontraron mucha resistencia para piratear los programas del sistema de la prisión.
   —Tu proposición es acertada —responde el primero—. Fortaleceremos los sistemas operativos de las prisiones y fábricas. Pero disminuiremos el personal robótico de vigilancia.
   —La liberación de los humanos controlados requerirá de un menor esfuerzo por parte de sus tropas —sentencia el cuarto androide—. A este ritmo y, según lo estimado, hay una probabilidad de un noventa y cuatro por ciento de su exterminio en los próximos meses.

   Los androides siguen hablando de otros asuntos relacionados con la guerra. Una guerra en la que ya se ha sellado el destino de los humanos, pues al escapar el Teniente Jack Miller no sabe que ha condenado a sus congéneres a la extinción.

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