lunes, 27 de abril de 2015

Los últimos de su especie


         El viento mecía las ramas de los árboles a mi alrededor. Traía consigo el olor a humedad. Pronto empezaría a llover. Las grises nubes cubrieron el azul del cielo; mientras, el sol se estaba ocultando por el horizonte. Debía avisar al resto de la manada para resguardarnos de la tormenta que se avecinaba.
         Mientras corría por la espesura del bosque, me crucé con Grey-Tail, estaba nervioso al lado de un árbol medio caído. Al parecer había olido el rastro de algún animal.
         —¿Qué haces aquí, hermanito? —me preguntó al verme.
         —Hay que avisar al resto —contesté—. Se avecina una tormenta.
         —Ya lo sé, Black-Shadow—replicó. Apuntó con el hocico al tronco—. Pero me entretuve con una rata. Se ha metido dentro del tronco y no consigo sacarla.
         —Déjala ahí. Debemos guarecernos enseguida.
         —De acuerdo —refunfuñó.
         Corrimos a través de los árboles y matorrales. Nos encontramos a nuestra hermana pequeña, White-Paws, y a Madre por el camino. Ya habían alertado a la manada de la tormenta y se habían dirigido a Las Ruinas.

         Durante los últimos años, las tormentas se habían vuelto muy peligrosas. El viento, la lluvia y la tierra no eran como antaño. Así nos lo habían comunicado nuestros abuelos, antes de morir. El mundo que nos rodeaba no era el que nuestros predecesores habían conocido. Había cambiado. Cazar se hacía cada vez más complicado. Nuestras presas habían ido desapareciendo. Y no había más manadas de lobos u otros depredadores. Los animales iban desapareciendo de nuestro territorio. Nadie sabía por qué. Comer al menos una vez a la semana era algo complicado.
         Un relámpago iluminó el paisaje. Ya estábamos las inmediaciones de Las Ruinas. Era aquí donde en ocasiones nos refugiábamos. Entre lo que nuestros abuelos denominaban “edificios” y “centros comerciales”. No sabíamos qué significaban, pues nosotros sólo veíamos rocas, piedras, cristales y metales de formas, tamaños y dimensiones mayores a las de cualquier árbol y puede que tan grande como algunos de los montes por dónde explorábamos.
         Me acuerdo cuando, siendo un cachorro, Abuelo nos contó que se encontró de joven, mientras merodeaba por la zona exterior de Las Ruinas a un animal. Era de aspecto similar a nosotros aunque de tamaño algo menor. Se presentó a Abuelo con el nombre de Archie. Era un “perro”. Estuvieron charlando durante un rato. Archie-El-Perro le contó a Abuelo sobre “ciudad” que ahora sólo era unas ruinas, que los animales se habían asilvestrado y que huían a los campos y bosques; pues Las Ruinas eran muy peligrosas, salvo las zonas de la periferia. Las zonas centrales eran lugares a evitar a toda costa.
         Según cuenta la Historia, transmitida de padres a hijos, el mundo era muy distinto a tal y como lo conocemos. Los días no eran tan grises, el sol lucía cada mañana y las estrellas se podían ver por las noches, si la luna llena no lo impedía. Había más animales y la vegetación era más frondosa. Se podía cazar frecuentemente. La manada tenía un territorio que era imposible de recorrer en una semana. Eran buenos tiempos.
         Pero todo cambió el día que la luz cegó al mundo y el calor abrasó la tierra. Después, el clima cambió. Todo se volvió más peligroso. La supervivencia se hizo muy complicada en aquel entonces. Según dicen, todo eso lo provocó alguien al coger un fragmento del sol y tirarlo al suelo. Me parece algo inverosímil, pues, ¿quién sería capaz de hacer una cosa así? Y, ¿cómo habrían llegado hasta allá arriba? Ni los pájaros podían volar tan alto. Además, ¿quién querría destruir el mundo donde vive? No era algo muy normal. No, imposible. Tuvo que caerse esa parte del sol por su propio peso, al igual que una rama podrida se desprende del tronco principal del árbol. Eso era más lógico.

         Nos habíamos metido dentro de una “casa”, según Madre. A mí me parecía una cueva, aunque de paredes lisas y techo bajo, con muchos huecos cuadrados en las paredes. Ella aún recordaba la Historia, a pesar de ser tan mayor. Se cansaba con más facilidad que antes, ya no podía correr como antaño, y su vista empezaba a fallarle. Se estaba haciendo vieja, pero aún le quedaba mucho por delante, de eso no me cabía la menor duda.
         Nos echamos en el suelo, estaba sucio y lleno de polvo; pero estaba seco. Pasaríamos la noche aquí hasta que la tormenta pasase.

         Un trueno me despertó. De un salto me incorporé. Los relámpagos iluminaban la noche. Todos estaban durmiendo.  White-Paws, apoyada en Madre, irguió la cabeza.
         —Black-Shadow, hermano —susurró—. ¿Qué haces levantado?
         —El trueno me ha despertado —respondí.
         —Échate y duerme. Mañana tendremos que ir de caza.
         —Lo sé, hermana. Pero, me gustaría echar un vistazo a los otros rincones de esta cueva para poder dormir más tranquilo.
         —Como quieras —dijo. Se dio media vuelta y se durmió casi al instante. Era de sueño fácil.
         Salí de allí por el agujero cuadrado. Y me dirigí a la salida de la cueva, por donde antes habíamos entrado.
         Estaba afuera de la… ¿cómo había dicho Madre que se llamaba este tipo de cueva? Ah, ya me acordé: casa.  En el exterior la lluvia seguía cayendo, aunque se debilitaba su fuerza. No tardaría en parar. La tormenta se estaba alejando.
         Me quedé un rato a cubierto hasta que paró de llover. La luna iluminaba la noche.
         Respiré profundamente. Olía a tierra mojada y a ese olor característico de Las Ruinas, no sabría describirlo con certeza, pero se parecía a la sangre seca. Curioso, puesto que aquí éramos los únicos animales. No había ni ratas ni pájaros.
         —Ya no quedan animales—comenté en voz alta—. Hasta las ratas han abandonado este lugar.
         —Tienes razón —respondió una voz.
         Me di la vuelta hacia donde venía esa voz. Me dispuse en posición de ataque. No era ninguno de la manada. No desprendía ningún olor que reconociera.
         —Tranquilo, lobo. No voy a hacerte daño.
         —¿Quién eres? —pregunté—. ¡Déjate ver!
         —Ya voy —contestó. Una figura salió tras una gran roca cuadrada.
         Era alto. Se erguía sobre dos patas, como aquel oso que vi de joven, sólo que este ser era mucho más delgado. Las dos patas delanteras salían cerca de lo que suponía era su cabeza. Su cara, si es que lo era,  era gris y estaba desprovista de pelaje (como el resto del cuerpo). Unos ojos negros y brillantes me miraban sin expresión alguna.
         —Saludos, lobo —dijo sin mover ni una parte de su cuerpo.
         —¿Qué quieres? —pregunté desconfiado.
         —No temas, no voy a hacerte daño —respondió. No me fiaba de él. Su olor era semejante al de Las Ruinas.
         —¿Qué clase de animal eres?
         —No soy ningún animal —respondió—. Mis antiguos dueños me llamaron Jenkins y, a pesar de que no es mi designación oficial, así se me conoce desde entonces. ¿Tienes nombre, lobo?
         Le miré con cierta incredulidad.
         —Mi manada me llama Black-Shadow —respondí—. Espera, ¿no eres un animal? ¿Y qué se supone que eres, Jenkins?
         —Disculpa, no estoy autorizado a responder a esa pregunta —respondió inmóvil en su sitio—. Sólo se me permite decir sobre mí que me llamo Jenkins y estoy al servicio del hombre.
         —¿Hombre? —pregunté. Esa palabra me parecía extraña—. Eres un ser extraño, Jenkins.
         —Hombre, humano, persona —contestó—. ¿No sabes qué es un humano?
         —No —contesté—. ¿Qué es un “hombre-humano”?
         —Un hombre o humano son seres bípedos, como yo —comenzó—. De hecho, ellos me construyeron a su imagen y semejanza, pues soy su sirviente y protector, no como los otros…
         —¿Qué? —le interrumpí—. ¿Esos humanos te construyeron? ¿Al igual que las aves hacen sus nidos o como…
         —En efecto, Black-Shadow —replicó—. Fui construido por los humanos hace mucho tiempo, para ayudarles en sus tareas cotidianas.
         Un gran estruendo seguido por una fuerte sacudida nos sacudió de lleno. Caímos al suelo. Todo se volvió oscuro y silencioso. Perdí el conocimiento.

         —¿Ya ha despertado? —empecé a oír.
         —Está en ello —respondió una voz—. Los efectos del anestésico se están pasando. Pronto el sujeto estará recuperado.
         —Excelente trabajo —comentó una tercera voz—. Suerte que llegamos a tiempo. Ese androide estuvo a punto de fastidiar toda la operación.
         Me incorporé lentamente. Intenté ver algo, pero había demasiada luz, como si fuera un día de verano al mediodía. Tenía que cerrar los ojos, pues la luz me cegaba. Olfateé y no capté ningún olor reconocible, por no decir que apenas olía algo.
         —Mira. Se está levantando —comentó uno de esos seres. ¿Sería otro Jenkins?
         —Es hora de avisar para que se lo lleven. Se ha recuperado con facilidad.
         —Sí —dice el tercer ser—. Será un ejemplar magnífico para la colección. Lástima de los otros.
         No entendía nada de lo que pasaba. Sus voces carecían de personalidad, sonaban muy parecidas. No me transmitían confianza. Mi instinto me decía que no estaba a salvo. Sin embargo, estaba muy cansado, no podía hacer nada. Me volví a echar. Tenía la sensación de estar muy cansado. Me dormí.

         Un golpe me despertó. Me incorporé enseguida.
         —Despierta, lobo —dijo una dulce voz.
         Me giré y vi a otra loba. ¿Hermana? No, no era ella.
         —¿Quién eres? —pregunté.
         Me olfateó y me dio un lametón en la cara.
         —Parece que eres de verdad, no como el anterior —dijo con alegría—. Me llaman Loba, aunque ese no es mi nombre de cachorra, pero ya no lo recuerdo. He pasado tanto tiempo aquí dentro…
         —¿Qué? —pregunté. El olor que desprendía era agradable, pero no parecía propio ¿Flores, quizás? Sacudí la cabeza—. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos?
         —En un momento lo  sabrás —respondió.
         Un ruido agudo y una brillante luz nos envolvieron. El sonido cesó en seguida.
         —Adelante, damas y caballeros —dijo una voz impersonal.
         Aparecieron unos cuantos seres bípedos, parecidos a Jenkins, pero de pieles de distintos colores, así como el pelo. Estaban quietos delante de nosotros.
         —Como pueden comprobar —comenzó de nueva la voz—, son lobos euroasiáticos auténticos, macho y hembra, no réplicas cibernéticas. Los últimos de su especie. El macho ha sido rescatado recientemente de la superficie. Según el informe oficial, un androide de guerra estuvo a punto de ejecutarlo. Por suerte, los exploradores se encontraban por la zona y consiguieron destruir a la temible máquina, sin bajas.
         La voz siguió hablando pero dejé de prestar atención.
         —Te veo preocupado, lobo —comentó Loba.
         —Me llamo Black-Shadow —repliqué—. Y sí, estoy preocupado. No sé qué es este sitio ni quiénes son esos seres.
         —Son personas —respondió —. Y estás en lo que ellos llaman zoológico.
         —¿Personas? ¿Humanos?
         —Sí. Y, tranquilo, aquí estarás a salvo.
         —¿A salvo? —cuestioné intrigado. Las personas nos miraban desde una distancia prudencial.
         —Esto es un lugar seguro. Aquí nadie puede hacerte daño —respondió apuntando con el hocico a las personas—. Están tras un cristal, sólo pueden mirar. Tendrás comida y agua todos los días. No pasarás frío ni calor en exceso. Es tu nuevo hogar.
         —¿Mi hogar? —repliqué—. Mi hogar está con mi manada, con mi familia.
         Caí en la cuenta, no les había visto desde el encuentro con Jenkins en Las Ruinas. Las personas se marchaban. Le conté lo sucedido a Loba.  

         —Olvídalo —dijo cuando terminé—. Están muertos. Ese Jenkins del que me has hablado era un androide. Seguramente estaría buscando más seres vivos a los que matar.
         —¿Cómo? ¡No! Es imposible que los haya matado. Jenkins no parecía peligroso, sólo raro…
         —¿Raro? —me interrumpió—. ¿Has pasado toda tu vida en la superficie y es lo único raro que has visto hasta el momento? ¿No te cogieron en Las Ruinas?
         —Sí —contesté—. En las afueras. Nunca nos adentramos adentro. Así lo dice La Historia. Es peligroso.
         —Y tienes razón. El núcleo de esas Ruinas y de muchas otras de la superficie está bajo el control de los androides, seres como Jenkins.
         —¿Cómo sabes esas cosas?
         —Oigo a los humanos. Nosotros podemos entenderlos, pero ellos a nosotros no. Es curioso.
         —¿Qué vamos a hacer ahora? Tenemos que salir de aquí.
         Loba se rió.
         —Tienes mucho que aprender aún, Black Shadow. No podemos escapar de aquí. El exterior es más peligroso de lo que creías conocer.
         —He estado fuera todo este tiempo y nunca me ha pasado nada.
         —¿Seguro? ¿Cuántas veces has comido en la última semana? ¿Has visto muchos animales salvajes?
         Dirigí una furiosa mirada a su ser. Tenía razón.
         —Tranquilo, lobito —dijo calmadamente—. Soy tu amiga, ¿recuerdas? Además, por si te has olvidado, somos los últimos de los nuestros. Los humanos nos tratarán muy bien.
         —¿Podemos confiar en ellos? —pregunté.
         —Yo sigo con vida, ¿no? —respondió. Se puso a mi lado—. Sí, son buenos. No son muy amigables, por así decirlo. Pero jamás nos harían daño. A ti te han rescatado de la muerte.
         —Tal vez tengas razón. Pero extraño a mi familia.
         —Formaremos tú y yo una nueva. ¿Qué te parece?
         Ser el macho alfa, no estar bajo el mando de nadie. La idea me atraía. Además, su olor era muy agradable. Sería una buena madre de nuestros futuros cachorros. Así, nosotros no seríamos los últimos que quedasen.     

- FIN - 

Nota: Este escrito fue presentado al V Concurso de relatos breves “Hablemos de animales” con motivo de la V Semana Complutense de las Letras (abril 2015). Lo publico aquí para que lo lea quien quiera.

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