Abrí con cierto esfuerzo los ojos. Los
párpados parecían que me pesaban. Lo único que vi fue un resplandor difuso.
Capté algunos sonidos, ¿murmullos de una conversación lejana? Intenté
levantarme, pero fracasé. Caí enseguida inconsciente.
Un latigazo en la cabeza me despertó de nuevo. Sentí una fuerte presión en las sienes, que fue desvaneciéndose poco a poco. ¿Qué había pasado?
Estaba recostado en el suelo de una
habitación con las paredes acolchadas. El lugar era igual a los clásicos cuartos
de los manicomios de las películas, salvo por un detalle: tenía una televisión
anclada a la pared. Era desconcertante hallarse en un sitio así, más aun no
recordar cómo había llegado hasta ahí.
Me incorporé para ir a encender la
televisión. La pantalla seguía en negro. Tal vez no estuviera bien conectada o
puede que sólo mostrase vídeos por un circuito cerrado.
Dejé de lado momentáneamente la
televisión. Me aproximé a lo que parecía ser la puerta del cuarto. Tenía a la
altura de mi cabeza una pequeña ventana. Eché un vistazo. No conseguí ver nada.
Bueno, salvo un fuerte resplandor blanco. Tuve que apartarme,
pues hacía daño en los ojos.
Me apoyé en la pared en frente de la
televisión. Me froté pensativo la barbilla. ¿Por qué estaba encerrado en lo que
parecía una habitación de un hospital psiquiátrico? ¿Me habría vuelto loco y me
habrían enviado ahí? Lo dudaba. Jamás había tenido una crisis.
Un pitido inundó la habitación
sacándome de mis pensamientos. Era ensordecedor. Me llevé las manos a la orejas,
con escaso resultado. De pronto, la pantalla se volvió blanca y empezó a emitir
destellos cada pocos segundos. Sentí una descarga eléctrica recorriendo mi
cuerpo. Caí al suelo. Parecía que el corazón se me iba a salir del pecho.
Todo paró de repente. Creía que me
había dado un infarto. Hasta respiraba con cierta dificultad. Me costó
incorporarme. Apoyé la espalda en la pared. ¿Qué diablos había pasado? Miré a
la televisión. Mostraba una serie de números y letras, acompañados de algunas
gráficas ininteligibles. No sabía lo que eran y tampoco tenía interés en
saberlo. Sólo quería salir de ahí.
Fui hacia la puerta. Golpeé con fuerza
y grité, esperando que alguien me oyera. Las habitaciones debían estar
insonorizadas, porque nadie vino. Y afuera sólo se veía un pasillo de blancas paredes.
Empecé a oír unas voces. Provenían de
la televisión. Me acerqué para escuchar mejor. Apenas conseguí entender algo.
Era como si las personas hablaran tras una pared gruesa. No obstante, conseguí
captar algunas palabras, como mi nombre. Ello me sorprendió. Los que me habían
metido en este sitio me conocían. ¿Algún familiar o compañero de trabajo? Puede
que sí habría sufrido algún tipo de ataque y, por precaución, habría sido
confinado en estas instalaciones. Pero, si era así, ¿por qué no lo recordaba?
Las voces se fueron haciendo más
claras.
—…y entonces? —preguntó una voz
femenina que me resultaba familiar.
—Me temo que no hay muchas
posibilidades de que salga de esta. —respondió otra voz masculina.
—¿Lo dice por lo de ayer? —interrumpió
otra voz masculina que creía conocer.
—En efecto —contestó el primer hombre—. La parada cardiaca que sufrió
hace poco fue bastante grave. Sinceramente, me sorprende que haya sobrevivido
tanto tiempo tras el accidente.
—Esto no es vida —replicó la mujer
entre sollozos—. Lleva tanto tiempo así, enchufado a todas estas máquinas.
—Vamos, hermanita —dijo el segundo
hombre. Su voz transmitía ternura—. Sé que ha sido duro, pero creo que al final
se recuperará. Verdad, ¿doctor?
—Siento desilusionarle —contestó el
hombre que parecía ser el doctor—. Su cuñado entró en coma irreversible. Las
esperanzas son nulas de que siquiera llegue a este fin de semana. Su corazón
está muy mal. Además, tiene otros órganos dañados a causa del accidente, que
podrían recuperarse con el tratamiento adecuado y tiempo. Pero no así. Y me
temo que no es un paciente que pueda entrar en la lista de trasplantes, dadas
las circunstancias.
La mujer rompió a llorar.
—Lo siento, hermanita. Todos sabíamos
que esto podría llegar a ocurrir.
—Lo sé…
—Perdonen que les interrumpa —dijo secamente
el doctor —. Pero creo que ha llegado el momento de que se despidan de él para
siempre.
—¡O no!
—Bueno, pequeña. Según lo que nos han
comentado, ya estaba en estado vegetal. El pobre no es más que un muerto en
vida…
¡Qué? No podía entender nada de esto.
Estaba oyendo la voz de mi mujer y de su hermano mayor en la televisión, junto
con un doctor que decía que yo estaba en coma en un accidente. ¡Menudo
disparate! Yo no estaba en coma en ningún hospital, sólo encerrado en esta
maldita habitación. Si esto era alguna clase de broma era perversa y de muy mal
gusto.
Rápidamente me dirigí a la puerta.
Golpeé con todas mis fuerzas el cristal de la ventana. Paré al rato por el
dolor de la mano. Debía de ser un cristal blindado.
Súbitamente, el exterior se tornó
verdoso, iluminando en parte la habitación. Mis oídos se llenaron de un
zumbido.
—…entonces, ¿ya está? —la voz de mi
mujer provenía de nuevo de la televisión.
—Sí —respondió el doctor—. No tiene
constantes vitales. Su marido acaba de fallecer.
—Finalmente puede descansar en paz
—comentó mi mujer.
—Si hace el favor de salir —dijo el
doctor—. En breves los enfermeros retirarán todos los aparatos para,
posteriormente, llevarse el cuerpo de su marido a la morgue…
Di un golpe a la televisión para que
parase toda esa mierda. ¡Yo no estaba muerto! Estaba bien vivo, ¡encerrado
aquí!
La pantalla se iluminó de nuevo. Quedé
atónito al ver lo que estaba viendo: mi cuerpo en la cama de un hospital,
conectado a un montón de aparatos y máquinas. ¡Tal y cómo habían estado
diciendo! No podía ser cierto. Porque eso significaría que…
La luz que se colaba por la ventana
envolvió toda la habitación. Ya no sentí nada.
Nota:
Participé con este relato en el “VII Premio Opticks Plumier de Relato
Ilustrado”. Lo publico aquí para que lo lea quien quiera.
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