sábado, 6 de agosto de 2011

Un olfato prodigioso (1)

            El olor del café recién preparado me hizo despertar de mi sueño.  Bueno, eso y el calor que hacía. Me estiré en la cama y comprobé que mi compañero no estaba en la cama. Miré por la ventana. El sol pegaba fuerte afuera. Me temo que hará mucho calor. Pegué un salto de la cama y me dirigí a la cocina.
            Jack estaba en la cocina. Su rutina era siempre la misma: tomarse una taza de café y algo de comida, generalmente bollería. No obstante, ahí estaba él, de pie, apoyado en la mesa bebiéndose su taza. Ni siquiera había encendido la televisión para ver el noticiario matutino.
            “Aquí pasa algo raro”, pensé. Me acerqué a él.
            Le miré con cara de preocupación. Me devolvió la mirada. Sonrió y me acarició el cuello. Era su forma de expresar que todo iba bien.
            —Buenos días, Max —dijo en un tono más amable de lo habitual—. Hoy, hay que ir temprano a la oficina así que no hay tiempo para desayunar.
            Bebí un poco de agua. Jack se terminó el café y dejó su taza en el fregadero. Cogió su teléfono móvil, su cartera y las llaves de la mesa de la cocina y se las guardó en los bolsillos de los pantalones.
            —Vete yendo hacia el coche —me dijo mientras habría la puerta de la calle—. Tengo que coger unas cosas de mi habitación.
            Le miré extrañado mientras entraba en su cuarto. Me di la vuelta y salí del apartamento y me fui directo hacia el ascensor. Aunque viviésemos en un segundo piso, usábamos el ascensor, ya que nos llevaba directamente al garaje, en la planta sótano.
           
            Jack bajó unos minutos después. Llevaba puestas unas gafas de sol y traía una bolsa con un paquete de cartón en su interior. Me abrió la puerta del todoterreno.
            —Adentro, Maxwell —me dijo. Se volvió al maletero a guardar la bolsa.  Me senté en el asiento del copiloto.
            Cerró la puerta del maletero. Abrió la puerta del conductor.
            —Son las ocho menos cuarto —comentó mientras se sentaba —. Espero que, aún siendo viernes por la mañana no haya mucho tráfico. No me gustaría llegar tarde en un día como hoy.
            Cerró la puerta. Me abrochó el cinturón de seguridad, ya que yo no podía. Luego se puso el suyo. Metió la llave en el contacto y arrancó el motor. Metió la primera marcha y salimos del garaje.
            Ya en la calle, bajó las ventanillas para que hubiese algo de corriente. Asomé ligeramente la cabeza. El cinturón no me permitía moverme mucho en el asiento; pero, la seguridad es lo primero.
            El coche se detuvo en el semáforo de la avenida. Dos calles más abajo y estaríamos en el trabajo. Giré la cabeza y miré a Jack con la boca abierta.
            —¿Qué te pasa? —me preguntó.
            Miré al salpicadero. Al instante comprendió lo que quería. Encendió la radio. Me gusta escucharla en el coche. Justo al encenderla sonó la alarma del reloj de la emisora. Eran las ocho en punto. El locutor empezó a hablar de la ola de calor que estábamos sufriendo en esta última semana de junio y de que duraría todos estos días, aunque luego remitiría y llegaría un frente frío del norte.
            —Esto va a ser fantástico —dijo Jack en plan sarcástico—. Primero esta ola insufrible de calor y después un frente frío. Cómo me gusta el clima de Nueva York.
            Sabía cómo se sentía. Los golpes de calor me afectaban mucho y solía pasarlo mal. Por eso en verano, en nuestra antigua ciudad, nos solían dar vacaciones, para descansar en casa y salir a la playa. En Los Ángeles estábamos bien, vivíamos cerca de la playa. Pero a Jack no le gustaba demasiado estar en la playa. En cuanto surgió la oportunidad de pedir traslado, nos fuimos derechos a Nueva York, a Manhattan, para ser más exactos. Es una ciudad muy grande, con mucha gente y muy urbanizada. Aunque, teníamos el Central Park, donde solemos pasar las tarde de los fines de semana. Estaba a menos de media hora andando desde nuestro apartamento. Nos lo pasábamos muy bien.

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